Capítulo II
Bienvenida a la oscuridad
- ¡Debes despertarte ya, Santiago!
De pronto, reaccionó. Era uno de esos momentos cuando despiertas de un sueño extraño, bizarro, jodido, pero que por alguna razón no eres capaz de recordar. Solamente te queda el recuerdo de que con alguien soñaste y punto, eso esto amigos, como diría Bugs Bunny. Si eres amigo de la noche, sabes a que me refiero.
Notó que entraba luz por la ventana, una luz tenue, del sol que ya se va despidiendo, que anuncia la pronta llegada de la noche, de la penumbra, de las sombras y de los reproches. No pudo quedarse absorto en estos pensamientos porque de pronto la acidez en su vientre y la resequedad de sus labios le hicieron recordar las circunstancias que lo llevaron a este estado. Era una vez más el resultado de una madrugada eterna, de licores, de fugaces amores, de experimentos, pero sobretodo, de inmensa soledad. La “perseguidora” aún no llegaba, así que sus funciones cognitivas elementales, que apenas empezaban a reaccionar, le sugirieron el siguiente paso en aras de lograr el equilibrio fisiológico gracias a la pronta ingesta de una ‘Sal de Andrews’, algún protector hepático y algo de comer.
Cuando quiso incorporarse, notó entumido su cuerpo, incómodo, ajetreado, como si hubiese estado mucho tiempo en una posición poco habitual.
- Carajo, me quedé dormido boca arriba… con razón me siento hasta las huevas, –dijo para sus adentros– quedarse dormido en tragos tiene sus pros y sus contras, definitivamente. Por un lado, me olvido por completo de la vida de mierda que llevo, pero por otro, hace que me quede dormido en las posiciones más absurdas y luego con la resaca llegan los calambres. Pero, ¿Cómo llegué hasta aquí? ¿Milagros? Estoy solo al parecer. ¡Qué alivio! No hay nada más jodido que tener que deshacerme de la compañía no deseada, especialmente después de…
Finalmente, luego de recordar vagamente el episodio de la noche anterior y madrugada presente, se puso de pie y caminó hacia su pequeña refrigeradora, pasó por completo de la vieja caja de zapatos donde guardaba un muy precario aunque autosuficiente y auto prescrito botiquín, y sacó una cerveza helada.
- ¡Para cortarla! ¡A tu salud, abuelo!
Después, habiendo abandonado ya la opción del deseado equilibrio fisiológico, se sentó de nuevo en su cama, cogió una cajetilla de la mesa de noche y encendió un cigarrillo. La luz solar se hacía cada vez más débil, lo que al ser notado le llevó a un ligero estado no de depresión pero sí fastidio, por el día que acababa de perder. Se hallaba bien en los cimientos de ese estado catatónico en que la mezcla de alcohol, hambre y sexo lo sumían a tal punto que no llegaba a soñar siquiera, o en última instancia, en que hasta el sueño sucumbía ante esa combinación de mala vida.
Mientras terminaba el cigarrillo y el hambre pasaba a dominar sus sentidos, se volvió a recostar boca arriba a la vez que los recuerdos comenzaban a revolotear por su inconsciente, sumiéndolo en un carnaval alborotado de rostros, sensaciones y sentimientos: Papá, Mamá, el Abuelo, Adriana, Mario, incluso Milagros, su último contrincante en el ring de las cuatro perillas, aparecían una y otra vez en su mente, hablándole, rechazándole, educándole, queriéndole, acompañándole y revolcándose con él, mientras cerraba los ojos y apretaba los puños para no alcanzar la regresión, para mandar al carajo todas esas imágenes que no hacían otra cosa que amargarlo, frustrarlo y acentuar los estragos del alcohol en su organismo. Felizmente, a sus veintiséis años, estaba al tope de sus facultades físicas, esa edad en la que el cuerpo aún aguanta todo tipo de castigo, sea físico o emocional.
En eso, un recuerdo muy antiguo regresó a su mente, salvador, pero sobretodo, esclarecedor e iluminador:
- ¿Por qué demonios no puedo dormir boca arriba, como la gente normal? –era la pregunta del millón.
Y la respuesta del millón le llegó inmediatamente en la forma de uno de sus recuerdos más antiguos, pero acaso también, más negados y bloqueados: tenía alrededor de tres años de edad y aún vivía en el seno de una familia funcional. Sus padres, una pareja joven en ese entonces, aún estaban juntos y se encontraban en esa etapa tan bonita del matrimonio en que todo es esperanza, proyectos en común con el amor de tu vida, la ilusión del primer hijo que crecía sano, y las cosas parecían destinadas a llegar a buen puerto, pero poco a poco, paso a paso. Se habían mudado a la casona de la familia de su padre, una construcción del siglo XIX ubicada en pleno centro histórico de la ciudad, que si bien es cierto tenía demasiada antigüedad para su gusto, estaba a pocas cuadras del estudio de abogados donde el encantador Santiago Riera iniciaba su prometedora vida profesional, mientras su jovencísima esposa cuidaba del pequeño Santiaguito a la vez que hacía compañía a su suegro, Mateo Santiago, viejo zorro viudo a la sazón y bien curtido por la vida, que disfrutaba de la bohemia que le brindaba su estado civil así como su pensión de militar retirado que ocasionalmente le servía como medio para procurar no una sino muchas sonrisas al niño de sus ojos, su primer y único nieto.
Las cosas empezaron a cambiar esa noche.
Ahora el veinteañero Santiago la recuerda como si hubiese acontecido el día anterior.
Su familia disponía en el segundo piso de la casona de una enorme pieza que estaba subdividida en dos por una pared que la convertía en dos habitaciones conectadas por un umbral sin puerta. En una de ellas, la de mayor tamaño, estaba la alcoba matrimonial donde descansaban los jóvenes padres, mientras que en la restante estaba ubicada la cuna donde dormía el pequeño Santiago, que, ahora que lo recuerda, disfrutaba mucho de las ocasiones en que cuando sentía frío o soledad se las ingeniaba para descender de la cuna que, dada su pequeña humanidad, se le asemejaba más a un castillo medieval del cual tenía que escapar a fin de correr a la abrigadora seguridad que le daba el espacio que solían prepararle sus padres cada vez que en las madrugadas escapaba de su cuna para ir a dormir entre ellos, una familia feliz.
Sin embargo, hubo una noche de invierno, especialmente fría, especialmente húmeda y especialmente intranquila, en que el pequeño Santiago se despertó en medio de la oscuridad ya entrada la madrugada, la primera noche en la que no pudo llevar a cabo su heroica gesta, que además no se atrevería a intentar jamás.
Esta vez, fue otra sensación adicional al frío la que lo despertó. Sus ojos cerrados reaccionaron a una luz, como si alguien hubiera encendido de pronto las luces y ese efecto cegador le forzase a reaccionar, ya sea abriendo los ojos, ya sea cubriéndoselos para seguir durmiendo. No era una luz lo que le hizo despertar, sino todo lo contrario: ante sí pudo observar una mano negra, adulta, enorme, pero negra al fin, realmente negra como el ébano más puro, extendida hacia su rostro, como saludándole y queriéndolo coger a la vez. El pequeño solo atinó a cubrirse con sábanas y frazadas, boca abajo, protegiéndose, preso del terror que le provocaba la visión que acababa de revelarse ante sus ojos. Mientras las lágrimas corrían a cantaros y los gritos de auxilio a sus padres sucumbían ahogados por el miedo, recordó esa cortita oración que su madre le había enseñado y que repetía ahora con toda la fe y la súplica de auxilio que era capaz de pedir, mientras sentía a su alrededor como esa fría humedad le rodeaba una y otra vez, como un depredador acechando a una presa ya rendida:
Ángel de la Guarda,
dulce compañía,
no me desampares,
ni de noche ni de día,
no me dejes solo,
que me perdería.
Sagrado Corazón de Jesús,
en voz confío…
Ángel de la Guarda…
Su madre le despertó, regañándolo con la dulzura con la que solo una madre es capaz de regañar:
- ¡Pero hijito! Si eres capaz de bajarte solito de la cuna, ¿no podías haber pedido cuando menos ayuda? ¡Te has orinado todo!
Para ese entonces, Santiago estaba preso de la vergüenza por haber ensuciado su cuna. Desde muy chiquito, se alucinaba ya muy machito, y esto era un retroceso ante su mami, el amor de su vida. No obstante, ese sentimiento de pena no era nada en comparación al terror que le provocó ver aquella aparición, aquella sombra.
No recordaba en que momento sucumbió al cansancio, pero de lo que sí estaba seguro es que una vez abandonado al mágico mundo de los sueños, esa extraña dimensión donde todo es posible, una voz muy serena le había calmado dándole un mensaje:
- Escucha atentamente, Santiago. Eres especial. Tienes que ser fuerte, tienes que prepararte. Ahora que ya sabes que existen, tienes que saber que ellos también saben de ti. Una vez al año él saldrá libre a deambular por ahí, y debes encender tu propia luz, debes protegerte para que no se fije en ti, para que no te haga daño, para que te deje tranquilo, para que te permita ser feliz. Y por sobre todo, debes guardarte esto para ti. No se lo cuentes a nadie, que más daño te hará el que intente ayudarte, sobre todo, si no es capaz de entender la real naturaleza del universo que te rodea…
- ¡Carajo! Lo había olvidado. Ahora todo tienes sentido –masculló el magullado Santiago.
Con razón nunca he podido dormir como lo hace todo el mundo. Y esa noche… Estoy seguro que se aproxima una de ellas. Será motivo para prepararme. Ya no soy ese mojón indefenso que se meaba en su cama. Ahora soy otro, soy más fuerte, y más preparado. Será interesante descubrir a donde me lleva esto. Pero más interesante será descubrir como convenzo a Milagros para que me de lo que me gusta tanto… Ahora, lo primero será ponerle combustible a la máquina, que me cago de hambre y la noche es apenas virgen.
Coge el celular y le marca.
- ¡Eres una mierda, huevón! ¿Para qué me llamas? ¿Para humillarme como hace un rato? ¿No ves que me cago por ti y tú no haces otra cosa que disfrutarme y luego mandarme a rodar?
- Discúlpame, Milagros –contestó con la voz más de circunstancia que pudo articular.
- Estoy aburrida de tus disculpas, Santiago. Trato de entenderte. Sé que tienes asuntos que resolver, que te cuesta expresarte y todo lo demás, pero eso no es justificación para…
- Por favor, escúchame, –replicó Santiago, tratando de recordar cómo fue que expectoró a Milagros de su lecho en esta ocasión– todo obedece a que un recuerdo terrible volvió del pasado y mi reacción obedece a ello. ¿Por qué no me acompañas a cenar algo y te lo explico? Sé que deseas entender algunas cosas. Quizá esto que acabo de redescubrir ayude en algo. ¿Te gustaría ir por un arroz chaufa? Después nos venimos por mi casa…
- Está bien. Nos encontramos allí en una hora. Será mejor que valga la pena.
- Lo valdrá, ya verás.
- Chau
Se desnudó por completo. Puso la ropa sucia en una canasta para tal propósito, y mientras se acariciaba su pene que lucía como asta en luto, se metió a la ducha.
- Bueno, Milagros, tanto que insistes… ¿Por qué será que no entienden que la curiosidad mató al gato?
Me cago de hambre, carajo. Lo bueno es que esta noche tendré chifa por partida doble. Y tú, viejo cascarrabias: el segundo irá a tu nombre.
Una vez concluido su ritual de acicalamiento, ordenó como pudo su habitación, se colgó su medallón a la altura del plexo, y empezó a vestirse, lentamente, mientras disfrutaba del efecto reconstituyente que una buena ducha de agua helada hacía en su cuerpo.
- ¡Como nuevo!
Como tantas otras veces, escogió una de esas canciones que le suben los ánimos, encendió una varita de incienso para dar ambiente al ring, cogió sus llaves, y salió al encuentro de la noche, su momento favorito del día.
Siguiente capítulo: La curiosidad mató al gato.