E2.0 – IV

Capítulo IV

Nunca abras una Caja de Pandora – Primera parte

 

Caminaban de la mano, justo al medio día. El sol quemaba duro sobre sus cabezas, sin embargo solo había una sensación, un sentimiento: ese sudor frío que corre bajo tu espalda cuando sabes que es inminente la destrucción, la llegada del punto de no retorno, del final.

Tenía la mirada caída, la cabeza inclinada hacia el suelo. Ello le permitió ver esa imagen, esa que se le quedaría grabada para siempre, grabada en carne viva, como si del tatuaje de un esclavo se tratase. La sombra de ambos en la acera, cogidos de la mano, juntos por última vez.

  • Tienes que creerme, yo te amaré por siempre, mi Santi.
  • Pero, ¿por qué? ¿Acaso no nos queremos?
  • Ponte bien, Santiago. Me tengo que ir.
  • ¡No te vayas! ¡No me dejes así, no de esta manera!
  • Yo sé que algún día nos volveremos a encontrar.
  • Ojalá que en el cielo… ¡Vete a la mierda!
  • Adiós, Santi.
  • Adriana, ¡no!

Despertó abruptamente. Furioso, carcomido, frustrado, lloroso, derrotado como aquél boxeador que en el último asalto cae desplomado solo para levantarse por última vez, para luego darse cuenta de que ha perdido la pelea, la última, sin derecho a revancha, a reconsideración. Las lágrimas comenzaron a caer a cántaros, una vez más, recordándole lo miserable que era, el cadáver emocional en el que se había convertido, incapaz de querer, negado a la pasión.

De pronto, algo lo distrajo, lo sacó de ese trance, de ese estado de autoflagelación en que no podía dejar de caer en espiral haciendo de la teoría del tiempo y la relatividad la más pura certeza, casi newtoniana.

Se dio cuenta que no estaba solo:

  • Pero, ¿Qué carajos? -suspiró para inmediatamente pasar a reconocer primero el torso, luego las caderas y el busto, centrándose finalmente en la apacible sonrisa que se dibujaba en el rostro durmiente de Milagros, que yacía desnuda junto a él, con esa expresión que solo una dura y pareja sesión de sexo con ganas podía conseguir y luego tumbar a dormir a una mujer.
  • ¡Cooooncha de su madre! ¡Ahora sí que me jodí bien jodido esta vez! ¡Ya decía yo carajo! Hace tiempo que no la liaba mal… Tenía que ser esa canción de mierda. Sabía que no debía haber ido a esa fiestita del culo (pero joder al cabrón ese bien me ha pagado esta entrada… jaaaa. Es que odio perder más de lo que amo ganar).

 

Pasaron los meses…

Ahora era ella quien lo observaba detenidamente a él. Durmiendo, no contento pero de hecho que satisfecho. La expresión relajada, babeando, roncando con la boca abierta, come-moscas.

  • Como me gusta este huevón -razonaba consigo misma-, nunca pensé que se podía tirar tan rico, tanto tiempo, y con tantas ganas. Ni siquiera el pajero de Daniel, que tuvo la suerte de destaparme, pudo moverse tan rico dentro de mí. ¡Y esos ojos! No sabía que hasta de color podían cambiar. Lo quiero para mi solita, y así va a ser.

Recordó entonces la primera noche que pasaron juntos.

  • ¿Dónde vives?
  • En la calle Blondell, detrás del Hospital.
  • Paremos un taxi, que se hace tarde y no veo la hora…
  • Jajaja, tranquila, que primero tenemos que ir a la plaza.
  • ¿Para qué?
  • Seguridad ante todo, baby.
  • Si te refieres a eso, ni te preocupes, hace dos días que terminó mi periodo.
  • No me vengas con cojudeces, flaca.
  • Tranquilo, mi niño, que solo necesito un revolcón, no un hijo –le dijo al oído, mordisqueándole a la vez el lóbulo de la oreja, mientras le cogía cariñosamente el bulto que se imponía desafiante en su entrepierna, a punto de reventar, como si tuviera un pequeño Hulk agazapado, esperando a salir cagando de su cuerpo.
  • Bueno, tus argumentos son irrefutables. Vas a necesitar una cremita.
  • ¿Por qué?
  • Porque te voy a dar hasta que te duela –respondió el, acariciándole los senos con una mano, mientras que con la otra le acariciaba la entrepierna, sintiendo el calor que emanaba de su pubis.
  • Jajajaja. Terrible me resultaste, pillín…
  • ¡No tienes ni la más puta idea!
  • Ojalá…

Entraron a su habitación, prácticamente a empellones. Le dolían ya los labios de tanto besarlo, y sentía como le latía el sexo, deseoso de descubrir una digna contraparte: dura, enhiesta y rendidora.

Rápidamente la cogió de la cintura y la recostó sobre la cama, besándola mientras empezaba a quitarle la ropa, dejando ante sí un espectáculo digno de recordar: un vientre plano, de esos que solo puedes conseguir a base de disciplina en el gimnasio con un quinto de ayuda genética por cierto, y un conjunto negro, que destacaba por su diseño de encaje, revelando con coquetería disimulada el tamaño de sus pezones, pequeños, delicados y firmes como solo una mujer a sus 22 años podría tener, así como una tanga que permitía poco a la imaginación, dejando parcialmente al descubierto su monte de Venus, escondido disimuladamente debajo de una transparencia que dejaba más a la acción que a la imaginación. Esta huevona sabía a qué venía, ni cagando te vistes así si no quieres que te vean, musitó para sus adentros Santiago.

Justo en el instante que él se disponía a probar de su néctar, ella le detuvo, súbita y sorpresivamente.

  • Espera…
  • ¿Te pasa algo? –replicó, sorprendido como aquél cachorro al que le dejas lamer el hueso para después quitárselo.
  • Préstame tu ducha, necesito sentirme limpia antes de ensuciarme contigo.
  • Al fondo a la derecha (esta flaca me sorprende cada vez más).

Para cuando salió de la ducha, ataviada únicamente con su ropa interior, el bueno de Santiago ya andaba como burro en primavera, ese burro que ahora recién en tardío verano recibe lo suyo, con ese ‘muñeco Gallardo’ listo para la acción, para meterla de penal, de huacha, agarrarla de volea, de media tijera, de chalaca. Al verla, el muñeco parecía que se le quisiera salir, tomar vida propia, emanciparse, declararse en rebeldía, en resistencia viril, escapar como el alien de Ridley Scott e ir a por la presa del día.

  • Espero que hayas traído tu táper…
  • ¿Por qué? –replicó encandilada Milagros, excitadísima de ver al animal que acechaba entre las piernas de su sparring.
  • Porque te voy a dar hasta para llevar… para que almuerces y cenes mañana, y acaso tu calentado…
  • ¿Y quién te ha dicho a ti que me quiero llevar algo? ¡Quiero que me lo des todo ahora!
  • Haré que me lo pidas, haré lo que me pidas.
  • Quiero que estés adentro ya…

Tuvieron sexo no una sino tres veces seguidas, en múltiples posturas y variantes: el sesenta y nueve, el misionero, cabra-coja-tomando-agua-de-acequia-honda, el trencito, el helicóptero, la cucharita, el perrito, la racista, la gata floja… hasta que dieron las seis de la mañana, hasta que entraron los rayos del sol, hasta que un vecino medio molesto les gritó:

  • ¡Ya dejen de cachar que queremos dormir, arrechos de mierda!

Luego de esto, fundidos en un abrazo lubricado por todo tipo de fluidos corporales y en una risotada ahogada, cómplice y con una respuesta ensayada a medio volumen: “¡Calla mierda!… viejo pajero e impotente…”, se quedaron dormidos, uno dentro del otro, en ese estado comatoso que solo el sexo y el alcohol en la combinación precisa te pueden sumir. El combate terminó en una victoria pírrica de Milagros, que se vino como siete veces, mientras que su rival llegó solo a tres, con los porongos completamente vacíos, si acaso leche en polvo podrían producir con suerte.

 

Volviendo al presente, volvió a la carga: terca, curiosa, jodedora.

  • Ya pues, niño, no te hagas el interesante y despierta, que tienes que contarme algo.
  • Carajo –reaccionó al fin.
  • Ya no jodas gatito… ¿Qué tiene que ver esa pela con lo que te pasa?
  • Tú te lo buscaste… ¡Hey , que te escondes en el baño, date una vuelta por aquí!
  • Santiago, ¿A quién le hablas? Si estamos solos.
  • Nunca estoy solo, Milagros. Agárrame la mano y cálmate, que ya está aquí…

 

Si te ofendiste por esto, relájate con Robert, Jimmy, John Paul y Bonzo.

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