Como si de una catástrofe sísmica se hubiese tratado, nadie esperaba la llegada de la pareja de Martita.
Lo primero que recuerdo es ver la llegada de un tipo con un semblante extraño, desencajado y hasta algo agresivo, distinto al resto de la respetable concurrencia de la chanchada-al-palo: pantalones jean y polo ajustados, una gorra cubriendo su oscuro cabello ondulado, tez trigueña y algo rechoncho, estatura similar a la de Fer, y un par de ojos que de haber podido expulsar rayos, nos habrían fulminado a todos.
Silencioso como un depredador en la pradera africana, se colocó directamente detrás de Martita, que tranquila dormía, absorta en su coma etílico -ese estado vegetativo que te priva tanto de consciencia e inconsciencia-, para muy sutilmente meterle un manazo en el hombro con la palma, lo suficientemente caleta como para ser notado, pero lo necesariamente fuerte como para hacerla despertar, sazonando su acto de hombría cavernaria con palabras muy susurrantes al oído de la ahora perpleja Martita, que en lectura de labios me sonaron a «párate mierda que nos vamos de aquí».
Nada de lo que aconteció después habría ocurrido de no haber sido por Fer, quien al notar lo mismo que yo, muy escuetamente alcanzó su cartera a Martita, y en un exceso de confianza/sutileza/provocación-sin-querer-queriendo, procedió a retirar del rostro de la confundida damisela sus preciados lentes de sol, esos que aparecen en 6,583 fotos de las 6,599 que tiene subidas en su perfil de Facebook.
Y ahí se acabó la diversión.
Como todo macho-peruano-que-se-respeta, el invitado no deseado reaccionó de la única manera que podía hacer una persona hirviendo de rabia, sabedor de estar seguramente ante el próximo amante de turno de su pareja (ese típico pensamiento machista, posesivo y retrógrada que pasa por la mente de un hombre cuando los celos le hacen perder la razón y la rabia y la agresividad pasan a tomar control de sus actos): lanzó un golpe no muy estudiado a la humanidad de Fer, quien a las justas pudo evitar recibir el impacto en su rostro, más no así en sus lentes, los cuales salieron volando, hecha trizas la montura.
Hasta ese momento, simplemente fui un testigo, un espectador en palco de lujo de tan penoso acto, pero no ahora que se había cruzado el umbral de la agresión. Esta vez mis propios demonios me dictaron la orden de no quedarme sentado esperando acaso un segundo golpe, un segundo intento, o acaso algo peor.
Antes de narrar lo que ocurrió a continuación debo mencionar mi relación con el ahora sorprendido Fer. Con 29 años y en el tope de su estado físico, para mí se trata de un hermanito menor, aquél que ve la vida bajo una óptica similar a la mía (él es como un perro, yo soy un lobo estepario) y sobretodo aquél al que puedo aconsejar y acaso formar en el plano profesional -porque trabajamos juntos en mi práctica privada de la consultoría de negocios, estando incluso a puertas de formar la compañía que nos vuelva no sé si ricos, pero de seguro menos pobres- y afectivo, evitando que meta la pata y cometa los mismos errores irreparables que yo, además de ser alguien que en su propio estilo y juicio, me ayuda a mí mismo a enfocar mejor determinadas situaciones y sucesos. El día que muy tímidamente me pidió por favor asociarse conmigo y formar una empresa me puse tan contento que lo que formamos a continuación fue la cola en el supermercado para comprar las «agüitas de rigor» a fin de celebrar su gran idea.
En fin, es el hermano/socio/amigo que tuve la suerte de haber conocido en mi actual laburo. Y como lo saben los pocos amigos de verdad que tengo, yo jamás me quedaría de brazos cruzados mientras cualquier desafortunado intentase agredir o hacer el menor daño a mis seres más apreciados.
Inmediatamente me puse de pie, esquivando el cuerpo de Martita y me situé a continuación en frente del tipo, que estaba a punto de enfrentar nuevamente a Fer, que para entonces estaba atinando solo a reclamar airadamente por sus lentes, mientras no se quién o quienes trataban de separarlo de su agresor. Para la mala suerte de éste último, no había nadie en ese momento que se interponga entre él y yo.
Como toda excepción que confirma una regla, yo no reacciono bajo los mismos parámetros que el común denominador. Conmigo no funciona la criollada, la provocación envalentonada, los ladridos del perro que después no muerde. Detesto que me desafíen por gusto, que me jueguen a la boquilla, porque a la hora de los gallos si que reacciono. Así que me puse cara a cara con el tipo y luego del clásico cruce de palabras, decidí que era hora liberar todo el estrés acumulado por meses sin patear una pelota, por todos estos días sin poder caminar como una persona normal merced a mis dolencias físicas, por todos los prejuicios a los que soy sometido solo por ser sincero y decir lo que pienso, en fin, por todo eso y muchas cosas más, le tocó a ese tipo su Navidad.
Incluso si le hubiese dicho: «Ponte de frente, prepárate y cúbrete que te voy a estampar el puño en el rostro», no habría podido esquivar ese golpe: un derechazo recto a su cacharro, aunque mal colocado -gracias a la Providencia y a los efectos de la cerveza porque la verdad es que apunté a noquearlo- pero lo suficientemente certero como para hacerlo volar un metro atrás, aunque lamentablemente no tan silencioso como hubiese querido, ya que los decibeles alcanzaron el registro suficiente como para que la gente de las mesas contiguas alcanzasen a voltear la mirada y ver por un lado al tipo salir volando y por otro a mi persona cuadrarme a la par que le decía «así que te gusta pegarle a la gente, pues ahora trata de pegarme a mí, reconchatumadre».
Para su buena suerte, y también la mía, y acaso la del médico legista, al tipo no le quedaron reflejos suficientes para responder, además que en ese momento mis compañeros de mamadera procedieron ahora sí a separarme de él. Días después, Lua, una de las cinco grandes y a la par mi consejera y confidente me dijo algo como «basta con tu mirada como para serenar a cualquiera, tus ojos son capaces de irradiar agresión en exceso». No le diré que no.
Acto seguido, me vi sorprendido por la propia Martita, quien en lugar de increparme me abrazó llorando, suplicándome que «por favor no permitas que me vaya con él, me va a pegar». Ver esa desesperación hizo que vuelva a mi estado natural, controlado, con mis demonios guardados en mi propia Caja de Pandora. Dos señoras pertenecientes al área de recursos humanos se nos acercaron y me pidieron que las deje llevarse consigo a Martita. Entonces recordé a Fer. Ahora él era quien estaba fuera de sí, buscando tomarme la posta, con sus lentes rotos en una mano mientras que con la otra señalando a punta de índice al asesino de sus gafas, y por ende, de su sex appeal en el Facebook, Twitter, Instagram, Whatsapp y cuanta red social exista y vaya a existir en la historia de las redes sociales.
Y entonces empieza la revisión personal de los hechos, de lo sucedido, de mi propia autocrítica, ácida, implacable, que culmina en un veredicto no muy favorecedor hacia mi persona. Siento que he sido un victimario, un cómplice, y hasta en parte culpable por todo lo que pasó en ese momento. En primer lugar porque no debí de haber estado ahí…
Continuará…