E2.0 – VI

Capítulo VI

Nunca abras una Caja de Pandora – Tercera Parte

Estoy caminando por una avenida que se me hace conocida, que recorrí tanto tiempo atrás. Siento que alcanzo a ver solo unos cuantos metros más allá de un par de cuadras. Noto que es de noche, que hay oscuridad por doquier, pero una oscuridad extraña, nebulosa, amarillenta, gris, y que los detalles del escenario que me rodea fueran no en blanco y negro, sino más bien en gris y negro. Ya sé lo que está pasando: creo que estoy soñando, pero rápidamente olvido ese pequeñísimo detalle. Soy el único actor en este escenario, no hay nadie a mi alrededor, ni siquiera se advierte la presencia de los grillos y cucarachas que suelen arrastrase en cada uno de los rincones de esa por lo general bulliciosa y mugrosa vía, tratando de escapar de los peatones, de las bicicletas y hasta de los perros y gatos que pululan por ahí.

De pronto reconozco el lugar en donde estoy: la Av. Salaverry. Lejos de ser el tumulto que es a todas horas, la vía parece un interminable camino hacia la nada. Pareciera que camino, pero no logro avanzar realmente. En eso distingo una luz blanca que sale de una construcción antigua al costado derecho de la vía. Camino en medio del desolado camino, sintiendo en mis pies las irregularidades del adoquinado típico del lugar, hasta que finalmente logro acercarme al lugar de donde proviene la luz, notando de pronto que se me eriza la piel, no tanto por miedo como por la sorpresa que me invade una vez que logro ponerme de pie frente al lugar en cuestión. Se trata de ese viejo hostal, construido en sillar, el material típico de la región, aquel lugar donde pasamos nuestra primera noche juntos en dicha ciudad.

Ingreso. El olor no ha cambiado: huele a humedad, a viejo, a antiguo, a otro tiempo. Hay un corredor iluminado por una luz tenue pero lo suficientemente brillante como para distinguir cada una de las puertas que dan acceso a las habitaciones que componen el lugar. De pronto, se abre una puerta, y pareciera que no fuera una luz, sino un olor muy familiar, muy agradable y sobre todo reconfortante el que pareciera invitar a que me acerque. Pese a las reticencias que el instinto de preservación y la prudencia intentan imponer, decido armarme de valor, respirar hondo y llegar a la puerta. En eso, una silueta aparece y lentamente se aproxima a recibirme. La reconozco. Me quedo de piedra, inmóvil, pasmado, incapaz de moverme o de articular una palabra.

  • ¡Santiago, pasa! ¿Dónde te metiste? ¡Hace tiempo que te estaba esperando!
  • Adriana, yo…
  • No hables. Entra por favor, que hace mucho frío. Aquí no hay luz, pero encontré esta vieja lámpara a kerosene que nos puede ayudar. ¿Estás bien? ¡Pero si estás pálido! Seguro que te mueres de frío. Ven, recuéstate a mi lado y descansemos un ratito.
  • Te extrañé muchísimo. Tanto tiempo sin vernos. No sé que hago aquí. ¿Qué haces aquí?
  • ¿De que hablas? Pero si llevo esperándote tan solo unos minutos… aunque la verdad te extrañé también, como si no nos hubiésemos visto por años. Ven y recuéstate conmigo un ratito, por favor.

Camina hacia el costado de la cama y se sitúa frente al closet. La observo con mayor detenimiento. Viste un vestido blanco, con un delgado lazo verde que dibuja su marcada cintura. Sus bellos hombros descubiertos, enseñando en su lado izquierdo su visible cicatriz producto de la vacuna contra la tuberculosis que le colocaron al nacer. “Lo que pasa es que me vacunaron dos veces, por eso es tan notoria”, me dijiste varias veces mientras te acariciaba y besaba el hombro, cuando todo estaba bien, cuando éramos solo nosotros. Se quita el vestido. Está desnuda. Hermosa:  la única palabra que cruza por mi mente.

  • Recuéstate conmigo, Santi. Por favor.
  • Adriana…

Me acerco a ella. Su aroma invade todos mis sentidos. Siento como si pudiera ver, oír, tocar, gustar y hasta escuchar su olor corporal. Siento que estoy volando, flotando como si hubiera inhalado alguna sustancia psicotrópica, embriagadora, penetrante, perdurable. Se coloca frente a mí. Muy despacio empieza a desvestirme: primero la camisa, luego el pantalón y la ropa interior. Estoy descalzo. Me coge de la mano y me invita a recostarme a su costado. Le abrazo. Empiezo a llorar.

  • Te extraño tanto. ¿Por qué no vuelves conmigo? No quiero que estemos alejados, no quiero seguir peleado contigo.
  • Pero si no lo estamos, Santi…

Siento su cuerpo desnudo contra el mío. La abrazo con fuerza, acaricio su cabello, toco sus mejillas, beso su frente, sus labios. Me quedo dormido sintiendo su respiración acariciando mi rostro.

Me incorporo. Estoy solo, no hay nadie conmigo, como si ella nunca hubiese estado, como si la tierra se la hubiera tragado. Está oscuro. La llamo pero no hay respuesta. Empiezo a inquietarme primero, a angustiarme después. ¡Adriana! ¡Adriana! Grito su nombre una y otra vez. ¡No me dejes de nuevo! ¡No así! ¡No después de encontrarnos después de tanto tiempo! ¡Mierda…!

A pesar de que la noche es más oscura que nunca, consigo salir de la habitación. Estoy desnudo pero no me importa. Logro alcanzar una de las paredes y empiezo a avanzar, siguiendo con el tacto la ásperas e irregulares superficies propias de la piedra volcánica que forma cada uno de los ambientes del lugar. Consigo divisar una luz distinta, amarillenta, y un olor a callejón. Suelto las paredes y me lanzo en dirección a la calle.

  • ¡Putamadre…!

Ahora me encuentro en un lugar completamente distinto, aunque la atmósfera sigue siendo la misma. Camino nuevamente, y me detengo frente a una plazuela, rodeada por varios caminos a ambos lados. Trato de reconocer donde estoy y lo consigo: me sitúo al frente de la plaza y observo la construcción que se sitúa en la esquina superior izquierda de la misma: una vieja casa de una sola planta, de color verde-azulado, opaco. Hay una luz encendida. Me acerco a una de las ventanas y toco con fuerza. Escucho una voz femenina, de persona mayor, que me grita: “¡Aquí no está, lárguese!”.

Me alejo. Camino deprisa, en dirección sur. Sigo teniendo ese problema de visión. Apenas puedo distinguir más allá de cincuenta metros a mi alrededor. Todo es negro y gris, todo es frío. No me detengo. Logro llegar a un parque donde distingo una antigua locomotora, aquella que llevó la delegación de diplomáticos que tuvo el honor de sellar el retorno de la ciudad al suelo patrio. Cojo la vía que parece extenderse a mi izquierda, esa que lleva el nombre de la ciudad que no volverá jamás. Camino deprisa, sintiendo el vestigio tenue de su aroma, que me atrae hacia una casa de dos pisos, donde algo me dice que la podré encontrar finalmente, pero no consigo llegar nunca, como si corriera sobre una de esas fajas que sirven para pretender que corres hacia algún lado sin estar corriendo realmente, como si fuera un hámster corriendo, acelerando sin parar para el deleite de sus dueños. De nuevo un cambio: estoy en lo que parece ser un pueblo joven. Casas a medio construir, calles apenas asfaltadas, cero ornato, la misma oscuridad precaria y decadente. Siento como si el universo en el que me encuentro fuese un gran Cubo de Rubick que de pronto cambia los lugares y la geografía de manera aleatoria, caótica, desesperante. Como si fuese un sádico laberinto oscilante que jamás me va a conducir a ningún destino, o al menos al destino que quisiera alcanzar, al de estar con ella nuevamente, o al menos a sentir de nuevo su aroma, aunque sea un ratito…

Empiezo a sentir que me agoto, que se me acaba el aire, pero sobretodo, que me alejo, que empiezo a volar, que comienzo a dejar ese escenario, esa obra de teatro tragicómico y sin final en la que me encuentro.

Doy un salto, y creo que también un grito ahogado. Estoy despierto. Estoy aterrado. Pero sobretodo, a medida que reconozco el ambiente que me rodea, estoy frustrado, impotente, vacío…

Miro a mi costado y reconozco que, a pesar de la soledad que me ha invadido nuevamente, no estoy solo: Milagros duerme a mi costado, dándome la espalda. Busco un cigarro y lo enciendo. Me pongo de pie y me dirijo a la cómoda que está al costado de mi cama y cojo a mi amigo Jack. Me sirvo de él y tomo un trago. Suspiro, me recuesto, siento un par de lágrimas correr y noto que empiezo a quedarme dormido, angustiado de volver a ese universo abyecto del que acabo de regresar. Me siento miserable. Me duermo finalmente…

  • ¡Santiago, despierta! Ya me voy.
  • Milagros, buenos días. ¿dormiste bien? –logro incorporarme, los ojos llenos de lagañas.
  • Si. Me tengo que ir. Tengo muchas cosas que hacer.
  • ¿No quieres que te prepare algo de desayunar?
  • No tengo hambre, ya me voy.
  • ¿Te pasa algo?
  • No me pasa nada, Santiago. Solo que me tengo que ir.
  • Bueno, como siempre te gusta desayunar conmigo…
  • No tengo hambre. Además, estoy segura de que te gustaría tener otra compañía.
  • ¿A que te refieres?
  • Tu sabrás… en todo caso, si deseas compañía, ¿por qué no llamas a tu amiga Adriana?
  • ¿De que hablas? (Por la putamadre…)
  • Tú sabes bien de que hablo. Déjame vestirme tranquila que tengo varias cosas que hacer.
  • Como quieras.

Coge su ropa y se viste tan rápido como puede. No quiere ni esperar a ponerse sus botas. Las coge con una mano y cruza rápidamente la puerta y sale descalza, lanzando un portazo, no sin antes decirme con una voz cortante y concluyente:

  • Te llamo cuando te llame…

Carajo…, pienso en primera instancia. A la mierda, no lo rogué a ella, menos le voy a rogar a esta cojuda… concluyo en segunda. Cojo la botella, tomo un sorbo. Enciendo un cigarro, me recuesto de nuevo. Pienso… la pienso.

 

 

Deja un comentario