Capítulo VIII
Nunca juegues con fuego – Primera parte
- Tenías razón. Estos tamales sí que están para cagarse encima. Me voy a pedir uno más. El saltado lo dejamos para el almuerzo.
- Si pues… Esta señora es una trome, aunque no venía hace tiempo.
- ¿Por?
- Empecé a salir con una chica y a ella le gustaba que yo prepare el desayuno.
- Já. ¿Ella es esta Milagros que mencionaste?
- Habrá que conocerla.
- No sé si haya oportunidad. Ya no nos vemos últimamente.
- ¿Y ahora qué hiciste?
- Pues no lo sé a ciencia cierta, pero ella sabe algo de Adriana.
- ¿Le contaste? ¡Eres un huevón! Te dije que ese tema debías enterrarlo. Alea iacta est.
- Tú y tu jodido latín. Post eventum vani sunt questus.
- Ya sé: después de la guerra cualquiera es general… ¡Pero debiste quedarte callado!
- Lo cierto es que eso fue lo que hice. Aunque al parecer soy sonámbulo y es probable que haya mencionado su nombre mientras tenía alguno de esos sueños que prefiero no recordar. Aun así, no comprendo del todo su cambio de actitud. Estas cosas se resuelven hablando.
- Ya regresará. Y si no lo hace ya vendrán otras, pero tienes que comenzar a abrirte a nuevas posibilidades. De cuando en cuando, es necesario tener a alguien con quien compartir. Y más aún en tu caso que la soledad te expone a ya sabes qué. Por último, tu pichula te lo agradecerá.
- Y vaya que lo hizo.
- Pero cambiando de tema, ¿Anoche recibiste nuevamente visitas?
- No visitas, sino la visita.
- Por eso mismo te conviene la compañía. Siento que a él no le gusta en exceso la propaganda, por lo que alguien neutro por así decirlo te ayudaría a cubrirte.
- Curioso al menos. El otro día, a insistencia de ella, le presenté al errante del tercer piso.
- ¿En serio? Pensé que ya se había ido.
- Es un suicida, huevón. ¿A dónde mierda se va a ir? Ese cojudo está condenado a vagar por ahí buen tiempo. Felizmente que en vida le caí bien y sabe que no le conviene meterse conmigo. Mi problema es el otro.
- Discúlpame viejo, te quiero ayudar, pero he olvidado algunos detalles de cómo se inició todo. Me los contaste cuando recién nos conocimos pero ha pasado tiempo y no lo tengo del todo claro, además que me pediste olvidarlo. ¿Podrías empezar de nuevo?
- Bueno, a ver por donde empiezo…
Todo comenzó cuando estaba en tercero de media. Tú sabes que mi viejo murió muy joven, cuando yo estaba muy pequeño y mi vieja al parecer no tuvo mejor idea que mandarse a mudar y dejarme al cuidado de mi abuelo, con quien prácticamente viví la transición de niñez a juventud.
Si bien es cierto que resentí mucho la partida de mi padre y el abandono de mi madre a la luz de lo que podía ver y observar en las vidas sencillas y hasta a veces simplonas de mis compañeros de aula, para nada cambiaría lo que pasé, viví y compartí con mi abuelo, ¿sabes? El viejo era realmente muy sabio y me ayudó muchísimo a comprender y sobrellevar esta clase de habilidad o don que por así decirlo tú y yo compartimos. Él no solo sabía y supo manejar el hecho de que la falta de cariño y apoyo por parte de mis padres no solo me convertía en alguien mucho más vulnerable por obvias razones, sino que aprovechó esa limitación para convertirla en una fuente de fortaleza y templanza que le permitió así darme una educación complementaria que me ayudase a salir adelante, conocedor de que por su edad no me iría a acompañar todo el tiempo que mi padre hubiese podido, que es lo que realmente resiento y me jode como el carajo, porque mi abuelo fue padre y madre, y fue amigo y confidente, y a veces, hasta abuelo también. La verdad habría matado por él y lamento mucho haber sido tan joven en esa etapa de su vida en la que aún era fuerte como para poder vivir y hacer más en su compañía, ser para él el gran hijo que mi padre nunca pudo ser. Me hubiera gustado por ejemplo salir de cacería como antaño le gustaba, con todas esas armas que tenía a su disposición y que después vendió para aumentar más el fondo que después destinó a cubrir mis estudios universitarios. Me habría encantado irme de excursión con él al Misti, acampar, tomarme no uno sino muchos tragos, escuchar sus historias.
Me dijo una vez, cuando el final estaba cerca, que él también podía ver cosas, y que su abuelo antes que él también. Por eso siempre fue tan comprensivo conmigo cuando empecé a sufrir esos ataques, cuando empecé a ver estos fenómenos. Fue tan inteligente que jamás rechazó las cosas que comencé a experimentar y a contarle, jamás me trató como a un loco, como a un subnormal, me creyó, me transmitió confianza y además tuvo el tino de reservarse para después todas las cosas por las que él a su vez pasó también a tan temprana edad. No quiso que por su propia historia yo me sugestione y comience a adentrarme en ese mundo paralelo, que caiga en espiral hacia ese plano tan oscuro que no habría podido comprender siendo tan joven. ¡Cuántas cosas más habría podido aprender de él, de haber nacido diez años antes! Lamentablemente no fue así, pero al menos tuve la suerte de que la fortaleza le alcanzó lo suficiente como para ayudarme a pagar la universidad y a dejarme el respaldo de la casona familiar. Si lo pienso bien, al menos tengo algún patrimonio, donde atrincherarme, donde caerme muerto, si bien es cierto que muy poca familia, porque mi vieja puede quedarse donde chucha esté, que no me hace falta en lo absoluto así que ni se digne a aparecer.
Pero no quiero irme por las ramas. A lo que iba es que precisamente fue esa jodida juventud la que me llevó a uno de los errores más condenadamente estúpidos que pude cometer. Estoy seguro de que de haberle contado al viejo lo que había oído, habría sido el primero en decirme que guardase la prudencia que debía mantener, que siempre se cumple el rezo “Qui amat periculum in illo peribit”. Pero no le dije nada. Todo esto me pasó por dármelas de valiente, por dármelas de intrépido, por menospreciar lo que yo interpretaba como debilidad en mis compañeros que a diferencia mía, vivían en el confort de una familia funcional, mientras yo tenía por toda familia a un viejo recio, autosuficiente y mil oficios.
Pues bien, dármelas de pendejo me trajo consecuencias.
Además de mí, había alguien –por así decirlo– peculiar en el salón de clases. Curiosamente nunca había cruzado palabra con él, hasta que llegó a mis oídos una historia que podría catalogarse como fantástica o ridícula, según el interlocutor de turno. Resulta que se aproximaban los exámenes bimestrales antes de las vacaciones de julio y nos tocó como docente al pendejo del profesor Cordero, que disfrutaba jodiéndonos la juventud no solo con centenares de páginas de Historia Universal por memorizar, sino además con trabajos de investigación sobre historia antigua que ni en la universidad te dejaban, el muy hijo de puta. Entonces, Miguel ‘el Perro’ Amat –como le decíamos– pasaba de ser uno de los más antisociales compañeros que te podías imaginar, a convertirse en el alma de la fiesta, el presidente de la promoción, el brigadier general, el macho alfa de la manada, y todo gracias a una de las bibliotecas más impresionantes que se pueda ver por estos lares, plagada de antiquísimos tomos de Historia Universal de los autores más reputados y difíciles de conseguir. Prácticamente, si deseabas aprobar esa asignatura, más te valía ser amigo del Perro. El problema es que el Perro no tenía amigos. Era uno de esos tipos raros que solo haciendo un concurso podías encontrar, siempre con un cuaderno de dibujo a la mano, donde plasmaba todo lo que su compleja mente imaginaba, siempre de temática ocultista, demoniaca. ¿Mencioné que en el primer piso de su casa funcionaba la funeraria de su familia? ¿Que tenía pintado de negro las paredes de su habitación? No, no lo hice. Y sí que debí mencionarlo. Al menos a mi abuelo.
Si algo le debo agradecer al viejo fue que desde pequeño se empeñó en inculcarme el hábito de la lectura, siendo que dentro de la casona que aún se mantiene en pie existe, hasta hoy, una vasta colección de libros que mucho no tendría que envidiar a la del Perro Amat salvo quizá en cantidad. Fue por ello que no necesité nunca de ir de lambiscón, huele-pedos o lameculos donde el perro para poder aprobarle al cabrón de Cordero y así pasar unas vacaciones de medio año del carajo con los padres que nunca tuve. Recuerdo que en particular ese año me afané sobremanera en mi trabajo de investigación, contagiado por el entusiasmo de mi abuelo quien sugirió abordar como tema las condiciones geopolíticas en Latinoamérica, su relación comercial con el viejo mundo a fines del siglo XIX y sus implicancias en la guerra del salitre. Tan bien planteado fue el tema y tal la asistencia recibida de mi abuelo, erudito a la sazón por su profesión militar en todo lo relacionado con la Guerra con Chile, que saqué ese año la mejor nota en el trabajo de investigación, superando incluso al propio Amat que, atónito, se preocupó entonces por saber quién era yo y así desarrollar una incipiente amistad.
La verdad no me interesaba mucho ser su amigo salvo por un rumor que se originó gracias a la intercesión de algunos padres de familia que lograron que los propios padres del Perro permitan a los compañeros utilizar su biblioteca para completar sus respectivos trabajos de investigación. Dentro de ese grupo yo tenía un amigo: Humberto Rosas quien me contó esa historia que mencioné anteriormente, y que habría tildado de ridícula de no ser que fue vivida en carne propia por el propio Humberto, en quien tengo plena confianza, incluso hasta ahora.
En resumidas cuentas, la noche en que mis compañeros culminaron sus trabajos en la biblioteca del Perro, sucedieron toda clase de fenómenos extraños: luces que se prendían y apagaban, muebles que vibraban y se movían de manera inexplicable, e incluso objetos que salieron volando como por arte de magia. Humberto me juró y re juró que todo eso realmente sucedió, que se cagaron todos de miedo y que incluso habrían preferido jalar la asignatura que volver a pisar la casa del Perro, de quien dijeron entonces que “había hecho pacto con el demonio”. Lo más interesante fue que según los testigos el propio Perro parecía disfrutar observando los ataques de pánico que sufrían sus compañeros, como si fuese en las sombras el director de escena, como si él mismo fuese el autor material de todo cuanto aconteció esa noche.
Fue ese rumor el que despertó mi curiosidad y me alentó a desarrollar un vínculo con él, una vez que este se interesó en ser amigos. Tenía que comprobar si esto era realmente cierto, que no era un bluff, un mito, una suerte de leyenda urbana amparada en una broma de mal gusto y fundada en la paranoia colectiva que una funeraria y el concepto de la muerte pueden despertar en la mente de un grupo de chiquillos pajeros con cero tolerancia hacia lo desconocido, hacia lo oculto, hacia lo prohibido.
Recuerdo que un buen día (o mal, según como se le mire) se acercó a conversarme de manera ciertamente tímida. Me felicitó por la nota recibida en el trabajo de investigación y me preguntó cómo había hecho para realizar tan buena labor. Obviamente le conté acerca de mi abuelo, de su profesión y de la vieja biblioteca familiar que tenía a disposición. Eso pareció interesarle, llevando la conversación hacia su gusto por las antigüedades, por la historia y sobre todo por el ocultismo. Fue ahí que aprendí y conocí términos como metafísica, oscurantismo, parapsicología e incluso demonología. Conversamos mucho acerca de todo lo relacionado a la energía, a su equilibrio y como se manifiesta en nuestra realidad cotidiana, por así decirlo. Si bien es cierto que tenía una gran curiosidad y no menores ganas de preguntarle directamente “¿es verdad que hiciste pacto con el diablo?”, fueron sus maneras delicadas y su cortesía las que me previnieron de hacerlo. Creo en realidad que lo que hacía era probarme, averiguar si era digno de fiar, digno de su confianza. En realidad puedo decir que Miguel Amat era un tipo extraño, algo excéntrico, pero una buena persona al fin y al cabo, aunque con cierto hálito de malicia que dejaba notar en la mueca que dejaba formarse en la comisura de sus labios al afrontar ciertas situaciones que le disgustaban.
Nunca olvidaré la primera vez que me mostró algo de sus dones: ocurrió una mañana en la que me hablaba del equilibrio energético que una persona debería ser capaz de mantener a fin de poder llevar una vida tranquila, sin sobresaltos. En un punto de la conversación me comentó que había sido entrenado para sentir e identificar la energía de las personas con solo palpar sus manos, y como delantero centro que exige el pase para anotar solo frente al arco, le pedí que examine mis manos a fin de saber exactamente qué clase de energía era la que yo tenía. Recuerdo que se puso a inhalar y exhalar profundamente hasta que se dispuso a coger mis manos con las suyas, cerrando los ojos apenas unos segundos para luego soltarlas súbitamente y decirme que había quedado mareado al entrar en contacto con mi energía, que le parecía sumamente potente, pero a la vez confusa, caótica, incandescente y tumultuosa. No sé si fue un buen número de teatro o no pero me quedé sin palabras. Lo último que me recomendó fue que tratara de no cruzar mis manos, puesto que ambas manejan dos polos, el positivo y el negativo, por lo que al cruzarlas se generaba una especie de shock energético que probablemente fue lo que sintió, estando incluso a punto de desvanecerse. “Si te concentras y aprendes a ordenar tus sentimientos y tu energía, podrás hacer cosas increíbles, incluso sanar con las manos”, fue lo último que me dijo antes de despedirse aquél día.
Lo que tampoco podré olvidar jamás fue lo que ocurrió en el campamento escolar en la playa, luego de culminar el tercer bimestre…