E2.0 – X

Capítulo X

Nunca juegues con fuego – Tercera parte

  • Santiago, ¿Me puedes decir de qué demonios me estás hablando?
  • Precisamente de eso, Miguel. Te pregunté si es verdad que hiciste pacto con el demonio.
  • No entiendo. ¿Por qué de pronto me sueltas una pregunta cómo esa?
  • Tú sabes bien. Todo el mundo está comentándolo. Y me parece que incluso tú tienes que ver con ello, y mucho. Todo comenzó por esos sucesos que ocurrieron en tu casa el día que pidieron hacer uso de tus libros.
  • Con que eso era…
  • Mira, viejo: sé muy bien que hasta antes de eso no eras precisamente “el alma de la fiesta”, por así decirlo. Sin embargo, hemos sabido congeniar y desarrollar una especie de amistad. Pues de hecho –no sé tú– yo sí te considero mi amigo, y es en base a esa amistad y esa confianza que aparentemente existe entre nosotros que me tomo la libertad de hacerte esta pregunta, a boca de jarro. Sea cual fuere tu respuesta, vamos a seguir siendo amigos. Mis principios están muy por encima de cualquier aspecto religioso, en todo caso. Solo te pido que seas sincero. Además, es simple curiosidad.
  • La curiosidad mató al gato, Santiago.
  • Está bien, no me digas nada si no te apetece. Por último, tan solo es una pregunta. Ahora, si tienes miedo de quedar en ridículo…
  • Ok, ok, ok. Te lo diré…
  • ¿Y bien?
  • Pues la respuesta es sí, Santiago. Si es verdad que he hecho pacto con el diablo. O al menos con uno de ellos, con un demonio de cierto rango, por decirlo de alguna manera.
  • ¿Pero cómo se te ocurrió?
  • Para serte franco, siempre he tenido, desde que era prácticamente un crío, una fascinación por el ocultismo, una inclinación hacia lo desconocido. Y todo empezó por la Biblia, empezando por el Génesis y el cuentazo del Jardín del Edén, pasando por Jesucristo y su encuentro con el demonio en el desierto, hasta terminar con el Apocalipsis y el dragón. Estas lecturas despertaron en mí una cierta inquietud por averiguar algo más. Sinceramente me pareció más fascinante la historia del ángel caído, del exiliado, del proscrito, del desterrado. Quizá te parezca raro.
  • No tanto. Aunque no lo creas, cuando veo alguna película, siempre le voy al malo. Es por eso que siempre me jode cuando por lo general las cosas solo van bien para los personajes moralmente aceptados, por así decirlo. Fíjate en la película de Scorsese, “Goodfellas”: El Jimmy Conway de Robert De Niro debería haberse salido con la suya y llegar a vivir cien años, estarse reventando el hígado con un whisky en este preciso momento con todo el dineral que se levantaron en el asalto a Lufthansa. Todo eso tiene que ver con la teoría del super hombre de Nietzsche.
  • Ajá… Así habló Zaratustra. Ya veo porqué somos amigos.
  • Putamadre, ese libro sí que es denso. Me gustaría preguntarle al profesor Tony su opinión, aunque no creo que lo haya leído. En la edad media te habrían cortado las bolas solo por tener un libro de ese calibre en tu estante. La Iglesia: retrógrada para variar. Pero no nos distraigamos del asunto central. Sígueme contando.
  • El hecho es que traté de investigar acerca la Biblia y el cristianismo para obtener una perspectiva más amplia acerca de las dos caras de la moneda: el bien y el mal, por muy trillado que suene. Ello me llevó a explorar varias ramas, siendo una de ellas la astrología. En fin, un buen día logré encontrar algunas referencias a antiguos textos medievales que desarrollaban principios y prácticas acerca de hechizos, invocaciones, creación de talismanes, medicina oriental, magia y esoterismo. Me vienen a la cabeza dos títulos: el Albanum Maleficarum y La Llave Menor de Salomón.
  • ¿Los leíste entonces?
  • No, solo encontré referencias a estos libros y otros más. Lamentablemente son muy antiguos y no tengo como dar con ellos. Imagino que tendría que irme a Europa a buscar en antiguas bibliotecas.
  • ¿Entonces como hiciste?
  • En las vacaciones del año pasado fuimos a Lima con mis viejos, y tuve que sobornar a uno de mis tíos, subvencionando su afición por el trago, a fin de que me acompañe al Jr. Amazonas a buscar libros antiguos.
  • ¿Y?
  • Pues no pude encontrar nada en los más de diez locales que pudimos visitar. Cuando estaba a punto de tirar la toalla, el pajero de mi tío nos hizo detener en una última tienda donde tenían a la mano una enorme cantidad de revistas porno. No lo culpo. Habían un montón y nadie te impedía dar una ojeada. Al menos el muy tacaño compró un par de ejemplares… ya habría sido el colmo con todo el tiempo que se demoró haciendo la selección. Literalmente se le salía la leche por los ojos. Sin embargo, debo agradecerle a la arrechura de mi tío la suerte de poder encontrar, precisamente en el último momento, algo de lo que estaba buscando. La tienda estaba situada en una vieja casa que tenía varios ambientes. Mientras mi tío se hacía todas las pajas mentales que podía, yo entré a una sección donde habían un montón de libros antiguos. Principalmente viejas enciclopedias y algunos tomos de derecho, ciencias naturales y sociología. Recuerdo que había un viejo sentado en un rincón, aparentemente cuidando que nadie se fuera a robar algún ejemplar, aunque no tenía razón de ser: por la cantidad de polvo que había por todas partes, se notaba que a nadie le interesaba si quiera ojear esos viejos ejemplares. Por otro lado, ese tío como cuidador era tan inútil como viejo. Imagino que para haber sabido su verdadera edad se tendría que haberle realizado una prueba de Carbono 14.
  • ¡Já!
  • El hecho es que le pregunté si tenía por casualidad algún libro antiguo de ocultismo. Me dijo que no, pero que si tenía algunos libros sobre religión. Y no sé por qué me pareció percibir una ligera sonrisa, un extraño brillo en sus marchitos ojos cuando me lo dijo. El hecho es que después de haberme mostrado varios textos que no llamaron mi atención en lo absoluto, le pregunté si no tenía algo más transgresor, más prohibido, por así decirlo. Esta vez sí que me dio una sonrisa, si se le podía llamar así a una quijada con apenas una docena de dientes amarillentos y ni qué decir de un aliento que hacía pensar que el viejo se alimentaba de cadáveres. “Me parece que estás buscando esto”, me dijo, mientras sacaba del interior del baúl donde se hallaba sentado un viejo tomo aunque bien conservado de un libro llamado El Gran Grimorio del Papa Honorio. “Bajo tu propio riesgo y responsabilidad” musitó antes de depositarlo en mis manos y darme el precio al cual no puse ninguna objeción. Antes de irme me dijo que en el Barrio Chino podría encontrar varios de los artículos que se mencionan en su interior.
  • ¿Cómo dices que se llama el libro? Solo retuve que es del Papa Honorio.
  • El Gran Grimorio.
  • Y eso fue lo que usaste para hacer el susodicho pacto entonces.
  • Es correcto.
  • ¿Y me puedes contar como fue exactamente que hiciste ese pacto, las cosas que tuviste que hacer?
  • Mira, Santiago, se trata de un ritual complejo, con pasos a seguir de manera muy exacta, en una fecha determinada, en una hora determinada y con invocaciones exactas. No pienso darte más detalles de ello, por favor, así que no insistas. Mi pacto mismo me lo prohíbe además.
  • ¿Y dio resultado? ¿Cómo sabes que ha funcionado?
  • Pues muy simple, porque la entidad se te presenta, y te solicita terminar el conjuro.
  • ¿En serio? ¿Y cómo es, con cuernos, cola, alas y tridente?
  • Detecto cierta sorna en tu pregunta pero la verdad es que no. Aunque no lo creas, el demonio se te presenta como una persona normal, bien vestido, con un traje de color negro. Toca la puerta de tu habitación y se introduce. Sabes que se trata de él, no sé cómo explicarlo. No es como que de repente le preguntas “¿Eres el diablo, no?”. Simplemente lo sabes.
  • Creo que sobra preguntarte si tuviste miedo.
  • La verdad lo tuve cuando tocó la puerta y acto seguido la atravesó. Es decir, pasó a través de ella. Sin embargo, una vez que se acercó y se colocó frente a mí, por alguna razón el miedo desapareció. Respiré hondo y terminé el ritual.
  • ¿Y por qué lo hiciste? No pareciera que tuvieras necesidad. Tu familia tiene dinero, no te falta nada, vives tranquilo.
  • Lo hice porque tengo ambiciones, y la entidad me ha prometido ayudarme a alcanzarlas.
  • ¿Y a cambio de que, de tu alma?
  • Por así decirlo, aunque prefiero no mencionar nada más respecto a las condiciones de mi pacto. Recuerda que lo tengo prohibido.
  • ¿Y cómo se llama ese demonio? Por lo que sé, tiene varios nombres.
  • Hay toda una jerarquía. Si crees en Dios, los ángeles y arcángeles, pues también deberías creer en Lucifer y sus espíritus infernales. Es simplemente cuestión de equilibrio: como el bien y el mal, el yin y el yang, los polos positivos y negativos, ¿me entiendes?
  • Tiene sentido, pero dime el nombre, sin tanto rodeo.
  • Lucifogo Rofocale, primer ministro del infierno. Es como un equivalente al arcángel Miguel.
  • Interesante historia, y todo está en ese libro… A ver si me lo prestas un día de estos para darle una ojeada.
  • Ni loco que lo pienso hacer. Yo me metí en eso por convicción. Nadie me forzó ni me puso el libro en las manos ni mucho menos hizo las invocaciones por mí. Sin embargo no pienso hacerme responsable por ti, solo porque eres un curioso de mierda. Si tú quieres meterte en ello, si de verdad lo deseas, tendrás que pedírmelo expresamente para ese fin y atenerte a las consecuencias.
  • Ya, Miguel. No me vengas con tanto floro. Toda esa historia que me acabas de contar me parece interesante, pero no deja de ser sin embargo una simple historia a no ser que tengas pruebas que permitan sostenerla.
  • ¿A qué te refieres, acaso quieres que te muestre el libro?
  • No, quiero que me demuestres que realmente has hecho ese pacto.
  • ¿Y cómo quieres que lo haga? ¿Acaso quieres que lo llame?
  • Precisamente eso.
  • ¿Estás loco? ¡Ni hablar!
  • ¿Pero a qué le tienes miedo? ¡Vamos, llámalo!
  • No puedo invocarlo así por así, solo por mero capricho. Tiene que haber una buena razón.
  • Pues dile que tu amigo duda por completo de su existencia, y que solo quiere tener una pequeña muestra de que es real.
  • No me entiendes. Estás jugando con fuego, Santiago. Literalmente.
  • ¡No importa, no pasa nada! Aprovechemos que todos se han ido al pueblo. Debe estar faltando como una hora para que regresen. ¡Es el momento!
  • Putamadre, ¡Que ladilla eres!
  • Miguel, no perdamos el tiempo, invócalo de una vez y que se haga presente.
  • Que conste Santiago, que te lo advertí. Para cuando te arrepientas… será ya muy tarde.
  • Déjame a mí decidir si me arrepiento o no.
  • Entonces, acércate a mí y prepárate, que tú lo pediste.

————————-

  • ¡Santiago! –interrumpió nuevamente Francisco, esta vez usando un tono de voz más alto que de costumbre, seguramente impulsado por el avance de la cerveza por su torrente sanguíneo a la par que por genuina sorpresa– ¿Me estás diciendo que esto te lo buscaste tu solito?
  • Pues sí, he de reconocer que sí. Ha sido enteramente culpa mía, aunque ahora está todo bajo control.
  • ¿Está todo bajo control? ¡Tarado! Eres un insigne huevón…– exclamó Francisco, y soltó un sonoro eructo a continuación.
  • Me parece que ya es muy tarde para que empieces con alguna diatriba.
  • Eres uno de mis mejores amigos y te estimo mucho, Santi. Pero eres un tremendo imbécil.
  • ¿Pero qué carajo quieres que te diga? –respondí crispado, precisamente porque me daba cuenta de que tenía razón– La verdad es que toda esa historia acerca de los extraños sucesos en la casa del Perro se me hacía bastante inverosímil. Más se me asemejaba al delirio colectivo de un grupo de chiquillos pajeros y paranoicos. Además, en ese entonces, si bien creía en el mundo espiritual, no creía en el concepto religioso del demonio.
  • ¡Ay Santiago! ¿Es que no lo entiendes?
  • Entender qué, huevas.
  • Que no es importante si creas o no en el demonio. Lo importante es si el demonio cree en ti.
  • Ya, ya, ya… ¿Me vas a dejar continuar?
  • Está bien, prosigue.

Yo recuerdo claramente ese día tal cual si hubiera ocurrido el día de ayer. Por la mañana hubo un sol condenado que nos vino bien para meternos al mar o jugar algo de futbol playa, entre otras cosas. El buen clima continuó por la tarde de la misma manera y la puesta de sol, ahora que lo recuerdo, fue algo espectacular.

Recuerdo que nos escabullimos a unos cien metros del campamento con el ‘Pájaro Palumbo’ a fumarnos unos cigarrillos que me quitaron las ganas de fumar por el resto del mes. Es que al pendejerete del Pájaro se le antojaba de dárselas de machazo, de macho alfa dominante, y para ello no se le ocurría mejor idea que fumarse esos benditos Premier que estoy seguro matarán más gente que el virus del VIH. Allí, sentados frente a los últimos rayos solares, acortando nuestra expectativa de vida gracias a esos infames puchos, compartimos un momento muy especial, en el que el Pájaro se permitió la libertad de soltar unas cuántas lágrimas mirando los tonos rojizos y violáceos que las pocas nubes que se avizoraban en el horizonte tomaban a medida que el astro rey se ocultaba. Al igual que yo, había perdido a su viejo prematuramente un par de años atrás, siendo esa careta de tipo duro y dominante una manera de disimular el dolor y la frustración que llevaba por dentro por la partida de su padre. Esa triste coincidencia entre ambos hizo que me tomase bastante confianza y simpatía una vez que le tocó pasar por la dura prueba de sepultar a su progenitor. “En la noche vamos a chupar como descosidos, ¡ya verás, Santi!”, le escuché prometer antes de limpiarse las lágrimas con su polo para regresar con el resto del grupo.

Lamentablemente, las predicciones del Pájaro no se cumplieron.

Esa noche, mientras el grupo iba camino en busca de las deseadas provisiones, me hallaba en compañía del Perro Amat, primero interrogándolo, después instigándolo a que me revelase su secreto. El ambiente no podía haber estado mejor para la ocasión. El clima estaba sumamente agradable: ni frío ni calor y el viento brillaba por su ausencia, tal es así que lo único que escuchábamos eran nuestras voces y el sonido del mar como música de fondo.

Lo que no alcancé a escuchar fueron las palabras o mejor dicho el conjuro que pronunció en voz baja, volteándose a un costado para darme la espalda y así evitar que pueda siquiera descifrar el contenido de la plegaria que estaba recitando. A las justas pude entender que se trataba del latín.

En ese momento, se manifestó.

Dos cosas, o mejor dicho tres, son las que ocurrieron al unísono: de pronto llegó una fuerte ventisca que parecía ondear la carpa como si fuera de ella hubiese un gigante sacudiéndola en un infructuoso esfuerzo por retirar toda la arena a su alrededor una y otra vez; paralelamente, Miguel Amat exclamó esas tres palabras que nunca olvidaré. “Ya está aquí” fue todo lo que alcanzó a decir. Finalmente, sentí como una súbita corriente de aire, o algo que parecía serlo, pasaba por encima mío, haciendo que de pronto mi cuerpo pasara primero un súbito ataque febril, para inmediatamente después experimentar una bajada de presión y temperatura, quedando completamente descompensado, incapaz de reaccionar, de moverme.

Escuchar esas tres palabras, percibir la violencia con que se agitaba la carpa, pero sobre todo, sentir el estremecimiento de mis sentidos por su sola presencia hizo que se apoderase de mí un terror visceral, como nunca había sentido antes, como si yo fuese una mosca atrapada en una telaraña, viendo primero aproximarse ese par de colmillos y luego los cuatro pares de ojos negros, tan negros como la absoluta oscuridad, como el vacío que lo consume todo, como la muerte, de la que nadie retorna.

  • ¡Basta, Miguel, por favor! Ya es suficiente. Te creo, te creo. Ahora, ¡dile que se vaya! –fue lo que alcancé a decir, una vez que logré alcanzar la compostura.
  • No es tan sencillo, Santiago. Me temo que no podré ayudarte.
  • ¿Qué quieres decir?
  • Insististe en que lo llame, en que viniera. Pues aquí le tienes. ¿No es acaso lo que querías, escéptico?
  • Sí, pero ya me convencí. Ahora pídele que se vaya, Miguel. No soporto esta sensación.
  • Lo lamento, Santiago, pero no se quiere ir. Me está hablando en este momento, y me dice que, dado que tú pediste que apareciera sin razón aparente, más que por el gusto de conocerlo, ahora no se quiere marchar. Es como un niño encaprichado, simplemente se irá cuando le dé la gana.
  • ¿Pero no le puedes decir que se vaya a otro lado? –rogué.
  • ¿Es que no entiendes? Es como Dios. Puede estar en todas partes a la vez. Es omnipresente. Viaja a la velocidad de la luz.
  • ¡No aguanto más! ¡Me voy de aquí! –grité e inmediatamente después intenté ponerme de pie para salir huyendo de ahí.
  • ¡Ni se te ocurra levantarte, Santiago! –me gritó– Si te atreves a salir de la carpa, no me responsabilizo de lo que te pueda ocurrir. Es capaz de llevarte consigo. Ahora, trata de calmarte. Tu terror le divierte, le alimenta.
  • ¡Ayúdame, Miguel! ¡Por favor!
  • Santiago, cálmate, especialmente por lo que te voy a decir ahora: está a tu lado, está observándote.

Solo atiné a cerrar los ojos, presa del pánico, del miedo y, respirando profundamente, empecé a rezar cuanta oración conocía, tratando de encontrar el poco valor que podía quedar en el fondo de mi alma, y diciéndome a mí mismo, que tarde o temprano esto tendría que terminar, que después de la noche llega el día, que después de la tormenta viene la calma, que detrás de las nubes, se esconde el sol.

Sentía que estaba viviendo una historia de terror propia de una película. Me vi a mí mismo en una situación de absoluto abandono, completamente desamparado y no solo eso. Sentí que estaba fuera de este mundo, fuera del mundo material, simple, amplio, propio y ajeno, vano o enaltecido en que vivimos el común denominador. Pude experimentar en carne propia la existencia acaso de una realidad paralela, una especia de dimensión desconocida que pese a estar ahí, al alcance de todos, pasa desapercibida por la mayoría, siempre esperando, siempre dejándose descubrir por un pequeño grupo de curiosos, de creyentes, y sobre todo, de afortunados sujetos que en común tenemos no solo la facultad de tener una capacidad de percepción y sensibilidad distinta a los demás, sino la voluntad y la negligencia de meter nuestras narices en donde no debemos. Vinieron a mi mente entonces todas aquellas personas que, en esos precisos momentos, se hallaban durmiendo en sus casas, bailando en alguna fiesta, tomando algún trago con sus amistades, contorneándose con sus parejas de turno, completamente ignorantes de la amplitud del universo que nos rodea, del lado oscuro de las cosas, del mundo astral que también es parte de la realidad de las cosas, del verdadero significado del miedo, de la presencia de las sombras, de la sensación de verse acechado y acosado por alguna de ellas. Y pensé: qué afortunados que son. Y pensé: ser ordinario es una bendición.

En ese momento, pareció retirarse, ya que la carpa dejó de sacudirse. De pronto, lo único que sentía era como mi cuerpo estaba completamente empapado por mi transpiración y como poco a poco se iban haciendo más tenues los latidos de mi corazón, y tuve la sensación de que todo había terminado.

  • ¿Ya se fue? –alcancé a preguntar.
  • No lo sé. Puede que esté aún afuera –me respondió Miguel a secas– No siento que se haya ido. No suele ser así.

Como la calma que antecede a la tormenta, la paz que empezaba a sentir era una mera ilusión. De pronto, retornó. La carpa volvió a ser azotada por ese extraño viento que a su vez volvía a destruir mi equilibrio fisiológico, denotando completamente la fragilidad de mi cuerpo pero sobretodo, la fragilidad de mi carácter.

  • Aquí está de nuevo –le escuché decir a Miguel.
  • ¿Pero qué quiere que haga? ¿Cómo puedo hacer para que me deje en paz esta vez?
  • Por favor, ¡no vuelvas a demandarle nada! ¿No te das cuenta que te estás sirviendo en bandeja de plata y vajilla de porcelana?
  • Por favor, Miguel, ¡Ayúdame!
  • Quédate callado, Santiago. Me está hablando en este momento.
  • No diré nada –musité.
  • Me dice que no debiste pedirme que lo invoque si no había una razón importante para ello. Dice que por esta vez te dejará tranquilo, pero que ya sabe quién eres, Santiago Riera.

Una vez más la carpa dejó de ondularse para quedar en calma. Nuevamente empecé a escuchar el rugido de las olas y el silencio de la tranquilidad que ahora reinaba en el ambiente. No sé por qué pero esta vez sí tuve la esperanza de que por fin se haya terminado. La verdad es que estaba hecho un manojo de nervios, casi al borde de la locura, por lo que habría sido insoportable tener que pasar nuevamente por ese cúmulo de sensaciones, por ese miedo absoluto, ese terror que apenas la cercanía de la muerte podría igualar.

  • Estás con suerte, Santiago. Esta vez sí se ha ido.
  • ¡Gracias, Miguel! Te juro que ya no podía más con esto. Siento como si me fuera a explotar el pecho.
  • Tranquilo, que esto aún no se termina.
  • ¿Qué quieres decir?
  • Que se ha ido, pero me ha dejado algunas condiciones. Para empezar, debo realizar ciertos ritos y ofrendas en la semana que viene. ¡No preguntes! Y para terminar, me ha pedido decirte que te calles la boca, que no comentes esto con nadie, sino regresará a atormentarte. Y créeme: será cuando menos protegido te encuentres, cuando más indefenso estés.
  • Te prometo que no diré nada.
  • A mí no me lo tienes que prometer. Simplemente hazlo, y no falles, por favor. Me he quedado ciertamente preocupado por ti. Se detuvo a tu costado. Estuvo observándote. No sé qué pueda significar eso. Te recomiendo que andes con cuidado, y por favor, nunca pronuncies su nombre, al menos por muchísimo tiempo. Sería ideal si pudieses olvidar todo esto que pasó, pero lo dudo.

Después de oír sus palabras, quedé completamente mentalizado en no volver a pronunciar ese nombre nunca más. Me cambié el polo empapado de sudor que además apestaba a miedo por uno completamente seco y confortante y caí dormido. Felizmente para mí, todo lo acontecido momentos antes me había dejado completamente agotado, sin energía para nada.

No recuerdo nada después de eso. ¿Qué sucedió al día siguiente? ¿Quién preparó el desayuno? ¿Jugamos fulbito o vóley? No tengo la menor idea de nada, ni siquiera recuerdo haber vuelto a casa. Mi mente quedó en blanco.

Años después, con la llegada del Internet y su masificación, hubo una tarde en que se me ocurrió teclear en el buscador ese nombre que para entonces no había podido olvidar y que estoy seguro  no olvidaré jamás, y apareció ante mí nuevamente, como evidencia incuestionable de que si fue real todo lo acontecido esa noche frente al mar. Pero no era necesario comprobar la veracidad de esa historia para entonces. No tardó mucho tiempo en manifestar su presencia la sombra, como yo le llamo ahora, reacio a pronunciar su nombre. Miguel tenía razón al estar preocupado. Era una verdad absoluta como la matemática, como la muerte…

Sympathy for the Devil, clásico de los Stones versionado por Saul Hudson, W. Bailey y Cía.

 

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