E2.0 – XI

Capítulo XI

Expiación

Apenas entrada la tarde caminaba por un largo camino de baldosas. El sol en lo alto del cielo despejado apenas calentaba el ambiente, y un ligero viento que cruzaba su andar le raspaba las mejillas una y otra vez, haciéndole notar que el invierno apenas comenzaba.

Pasó al lado de lo que parecía ser una pequeña capilla y se adentró en un jardín lleno de flores, flores de mil y un colores. El sendero se prolongaba en una línea recta que pareciese que fuera a perderse en el horizonte de no ser por el enorme roble que se erigía, imponente, al final del mismo. A medida que avanzaba, el viento se tornaba más rasposo, más agresivo, a la vez que el frío se hacía más inclemente, haciéndole notar al astro rey quien es el verdadero dueño del circo. A todo ello se sumaba la pendiente que, pese a ser apenas perceptible, se hacía cada vez más difícil de recorrer, como si a cada paso que diese su calzado se hiciese más pesado. Algo parecía hacer notar que seguir por esa senda no era lo más prudente, que nada bueno podía haber al final, que lo más sensato era darse media vuelta y volver por donde se vino, pero ya se sabe que la curiosidad mató al gato.

Pese a lo difícil del recorrido, Santiago mantuvo su voluntad de continuar. Si algo definía su carácter, era su férrea resiliencia. De pronto, a medida que se hacían cada vez más nítidas las formas del árbol que da fin al sendero, pudo divisar una figura familiar apostada a la sombra del mismo. Una extraña sensación se apoderó de él en ese momento: quizá lo más parecido sea ese sexto sentido que se despierta en algunas personas al estar en proximidad al peligro, ese instinto de auto preservación que invita a por lo menos detenerse, si es que no a retroceder y a alejarse rápidamente, que es mejor ser precavido y no exponerse innecesariamente al peligro inminente que espera agazapado, como una araña paciente detrás de la tela. Como casi siempre a lo largo de su vida, la prudencia fue dejada de lado, aventurándose a continuar, a tomar el riesgo. Conforme avanzaba y se acercaba a su destino, el cansancio se hacía avasallador, hasta que finalmente la reconoció. Recorrió los últimos metros que se hicieron los más difíciles y se detuvo finalmente, a unos cuantos pasos de ella.

Nuevamente se encontraban frente a frente. Una sensación de vacío le devoraba las entrañas, como si estuviese delante de una aparición, de algo que no podía o no debería estar allí. Sintió miedo, pese a que en el fondo de su alma todo lo que deseaba era tener la oportunidad de volver a verla, aunque sea un ratito. Santiago podía recordar claramente cuando fue la última vez que estuvieron tan cerca. Sin embargo, algo había cambiado. Algo impedía que la nimia distancia que apenas los separaba pudiese ser recorrida y pudieran fundirse nuevamente en ese abrazo fuerte, añorado, interminable, inquebrantable. ¿Será verdaderamente ella? –alcanzó a pensar, convencido de que sus ojos no le mentían pero a su vez escéptico por la frialdad y la ausencia de expresión que se hacían notar en su semblante. Parecía que su mirada se perdiese en el infinito, pasando por completo de su presencia, como si fuese invisible, como si no estuviese allí, como si perteneciera a otro plano existencial.

Entonces reparó en sus facciones, esforzándose en memorizar cada uno de sus detalles, como si temiese olvidarla después: el contorno de sus ojos, el color de sus pupilas, el grosor de sus labios color rosa, su cabello que ondeaba con el viento que acariciaba sus mejillas. Llevaba un vestido blanco, impecable, que dejaba sus hombros al descubierto y que contrastaba con ese extraño grupo de mariposas de hermosos colores que revoloteaban a su alrededor, como si fuesen una expresión de su aura, girando alrededor de ella en una especie de danza, atraídas por su belleza.

  • Adriana…te traje estas flores: son rosas y tulipanes, que sé que te gustan. Nunca te pude dar un ramo mientras estuvimos juntos, por eso no quería desaprovechar la oportunidad hoy. Y tampoco quería dejar de decirte lo mucho que te he extrañado, y todo lo que te he pensado en este tiempo, como tengo presente todos los recuerdos de nosotros cuando estuvimos juntos: las veces que acariciaba tu cabello, las mil y una veces que caminamos juntos de la mano, el olor de tu piel, el sabor de tus besos. Me haces mucha falta…

No hubo respuesta. Solamente se escuchaba el silbido del viento, que parecía bailar con las ramas del viejo roble que les protegía con su sombra.

  • ¿Es que no me piensas decir nada? ¡Por favor, respóndeme! He venido buscándote desde tan lejos y… ¿y así me recibes?

Ella permaneció incólume, inexpresiva. No solo parecía no reconocerle, sino tampoco escuchar sus palabras, sus preguntas que disfrazaban su súplica y su dolor. Se hallaba sumida en una especie de trance, inmóvil, como si fuese una estatua de carne y hueso.

  • ¡Adriana! –gritó lastimeramente.

En ese momento reaccionó, abriendo súbitamente los ojos y respirando con fuerza, empapado de sudor, agitado como si hubiese estado sumergido, conteniendo la respiración. Inmediatamente cayó en cuenta de que se había tratado de un sueño. Mejor dicho, una pesadilla. La pesadilla.

Se encontraba en su habitación. Sentía el ambiente cargado, pesado, y el aire enrarecido. La luz apenas entraba por las cortinas de la ventana principal, como si tuviese miedo de ingresar un poco más, acaso en ese momento la oscuridad era más fuerte que nunca. La penumbra dominaba el ambiente, haciéndolo digno de cualquier thriller psicológico o acaso recordando una escena con Regan McNeil justo después de su posesión.

  • ¡Mierda! Otra vez…

Este tipo de episodios, pese a que llegaban con relativa frecuencia, eran los que más le desgastaban. Mil veces prefería recibir la ocasional visita del demonio, de su sombra, al menos en esos casos sabía a qué atenerse y con el tiempo había aprendido a salir ileso de esas situaciones. Si bien es cierto que llevaba una vida de aparente normalidad para un soltero de su edad, emocionalmente estable, dueño de sus cabales y en pleno uso de sus facultades, estos sueños conseguían desestabilizarlo completamente, sumiéndole en una resaca emocional de la que le costaba recuperarse. Su alma perdía brillo, tornándose sombría, lúgubre, taciturna. Y a ello no le ayudaba en absoluto la reacción autodestructiva que por lo general venía a continuación: en lugar de recuperar la lucidez espiritual y lograr el equilibrio físico – mental que cada ser humano debería alcanzar, se iba por el otro camino, cuesta abajo, deteriorando su cuerpo al nivel de su estado emocional gracias al peor desayuno que se le podría ocurrir a cualquier persona con al menos dos dedos de frente y una pizca de sensatez en su conciencia.

Se levantó súbitamente y se dirigió al baño. Luego de miccionar, cayó en cuenta que se trataba de un día no laborable. “Vaya suerte la mía”, pensó. Sus ojos, que ya estaban acostumbrados a la poca iluminación, se posaron sobre la botella de Jack Daniels que agazapada en un estante al costado de su refrigeradora le invitaba a acercarse de una manera casi seductora, como si de un amante se tratase. No lo pensó dos veces: cogió un vaso de vidrio idóneo para la ocasión, extrajo tres cubos de hielo del freezer y se sirvió una buena ración de bourbon. De manera casi inconsciente, ya tenía en la otra mano un cigarrillo que había extraído de su cómoda, el cual encendió con una serie de movimientos mecánicos. Aspiró una enorme bocanada y golpeó el humo a la par que bebía un enorme sorbo. Sintió como el frío de la bebida se abría paso por sus entrañas que para entonces se hallaban completamente vacías, así como vacío se sentía él en esos momentos.

  • ¡Desayuno de campeones! – ironizó.

Volvió a recostarse, aspirando nuevamente y tratando de no pensar en nada, de tener la mente en blanco, concentrándose únicamente en la ácida combinación del humo y del alcohol que ingresaban a su organismo. De pronto, un zumbido distrajo su atención. Inoportuna, una mosca se había adentrado en su habitación, seguramente por el ducto de ventilación del baño, huyendo del calor que había en el exterior. Imprudente, se posó encima del velador que se encontraba a un costado de la cama. Dándose cuenta de ello, Santiago apuró lo que le quedaba por tomar y en un movimiento violentamente felino, volteó el vaso y lo lanzó contra el mueble,  atrapando en su interior a la mosca que, fútilmente intentó alzar vuelo.

  • ¡Te cagaste, mosquita!

Encendió un nuevo cigarrillo, mientras su lado sádico empezaba a elucubrar mil y un maneras de terminar con la vida de su díptero prisionero. Lo primero que se le vino a la mente fue amputarle una por una cada una de sus patas, para después pasar a las alas y luego al torso, la cola y la cabeza. Rápidamente desechó la idea, optando por encontrar una manera más creativa pero no menos salvaje. Entonces se le ocurrió que podía primero asfixiar al insecto con el humo del cigarro. Golpeó nuevamente y levantando apenas el vaso exhaló todo el humo que había aspirado en su interior. Entonces esperó.

Para su sorpresa, la mosca no tuvo la menor reacción a la tóxica concentración de humo en la que se hallaba confinada. Santiago sintió incluso que, de haber podido, la mosca le habría dado las gracias por el detalle. Entonces cayó en cuenta de que él y la mosca no eran muy distintos entre sí: ambos tenían facilidad para resistir ambientes tóxicos como en el que estaban, viviendo rodeados de porquería, la mosca literalmente hablando, y él, de manera figurativa, a juzgar por su estado de ánimo.

  • Bienvenida al club, colega.

Levantó el vaso y el insecto escapó ileso y hasta podría decirse que agradecido por la dosis de veneno recibido. Si hay algo que hace que el mundo siga girando, se llama empatía.

Cogió un nuevo vaso y se procuró una nueva ración, apurando el cigarro para encender uno nuevo, y se recostó nuevamente. Sin embargo, esta vez no pudo evitar sumergirse en sus pensamientos.

Por un lado, odiaba estos sueños que no hacían otra cosa que atormentarlo, sumiéndolo en esa depresión autodestructiva como en la que se hallaba en estos momentos. Pero por el otro, necesitaba esos sueños para poder recordarla. Por alguna extraña razón se le hacía cada vez más difícil recordarla: pese a los muchos momentos compartidos, poco a poco iban desapareciendo de su mente su rostro, el tono de su voz, su sonrisa, esos ojos que tanto le gustaban, las bellas palabras que alguna vez le dedicó e incluso como ante cualquier absurdo le fruncía la expresión mientras negaba con la cabeza para luego decirle “eres un tarado”. Simplemente estaban desapareciendo paulatinamente de su memoria, en una suerte de cura misericordiosa, si se piensa con claridad. Es por eso que Santiago necesitaba, de manera masoquista, que su inconsciente le castigue en el mágico mundo de los sueños. Así no podría olvidarla tan fácilmente. No quería olvidarla, así como tampoco quería dejarla partir del todo.

Entonces le invaden mil y un preguntas sin respuesta: ¿Por qué me pasó esto?, ¿Por qué nos pasó esto?, ¿Qué hice mal?, ¿Acaso yo tuve la culpa? ¿Por qué no puedo olvidar?, ¿Por qué no puedo perdonar?, ¿Cuándo se terminará todo esto? La ausencia de una respuesta definitiva, que deje todo en su lugar y le permita cerrar no solo ese capítulo, sino todo ese libro, hacía que le invada un sentimiento de profundo rencor. Rencor hacia Adriana, rencor hacia el destino que  le privó de algo que consideraba maravilloso, y sobretodo rencor para consigo mismo, porque pese a que no era del todo responsable por las circunstancias que le separaron de ella, nunca dejó de sentir que algo pudo o debió hacer para evitar que todo se vaya definitivamente al carajo, a la mierda, escrito con mayúsculas, subrayado, en negrita, en cursiva, color rojo, parpadeando y en relieve.

Reparó en la ironía de las profecías autocumplidas, en la ironía de desear algo con tanto anhelo que cuando por fin lo tienes no eres capaz de conservarlo y terminas fastidiando, jodiendo, cagando las cosas por completo. A la luz de la prematura pérdida de su padre, el abandono de su madre y la inevitable partida de su abuelo, lo único que Santiago quería realmente era ser feliz, y por un breve tiempo pensó que podía serlo al lado de Adriana, que el resto de cosas caería por su propio peso siempre y cuando se mantengan juntos, que no era necesario más que eso para poder salir adelante. Lamentablemente se equivocó. Las mejores cosas resaltan por su brevedad, por lo efímero de su existencia.

Y como si se tratase de un círculo vicioso, regresan las preguntas, especialmente una: ¿Por qué sucedió esto? Es así que su mente centra todo su esfuerzo en resolver dicho enigma, como si ello fuese suficiente para lograr que ella fuese a volver. Se le vienen a la mente dos programas de televisión que suele ver de cuando en cuando: Crime Scene Investigation y Mayday – Catástrofes Aéreas. Es así que desearía tener el talento detectivesco o la clarividencia del que investiga una escena de crimen y localiza cada una de las huellas y pequeñas pistas que le permitirá determinar realmente en qué momento todo se vino abajo, en que momento se cruzó la línea de no retorno, cuando se tomó ese definitivo camino hacia la perdición.

Desearía entonces que las cosas fuesen tan sencillas como encontrar las cajas negras e investigar si acaso fallaron los alerones, si se congelaron los tubos de pitot, o si por último fueron los engranajes de algún mecanismo que finalmente cedieron ocasionando que se pierda el control de la nave. Es decir, si se trató de fallas circunstanciales o realmente fue una falla humana, una negligencia, un error del piloto que no pudo leer adecuadamente los instrumentos, que no alcanzó a notar el peligro latente que acechaba su aeronave o en este caso su relación, incapaz de captar las señales de peligro o si lo hizo fue tan tarde que no se pudo retomar el control de la nave, cayendo en pérdida de manera definitiva, irreparable. Y ahora el equipo forense lo único que encuentra son escombros, restos humeantes y carbonizados como única evidencia de la catástrofe en qué terminó todo.

Y si realmente se logra determinar el origen del desastre, ¿De qué sirve? De ninguna manera la respuesta la traerá de vuelta. Solo queda la impotencia, y el rencor, el sentimiento de culpa, y el vacío…

Habría seguido toda la mañana lamiendo sus heridas como buen lobo estepario de no ser porque golpearon a la puerta. Pensó: ¡¿Y ahora quien carajos es?!

No esperaba la visita de Francisco, así que no tuvo la menor intención de abrir la puerta. No obstante, siguieron llamando. No le quedó otra que levantarse y atender, irritado por el sonido de la madera que interrumpía el silencio del infierno personal en el que se hallaba sumido.

  • Hola Santiago.
  • Milagros… ¿Qué haces aquí?

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