E2.0 – XVI

Capítulo XVI

El sendero del lobo – Segunda parte

Y fue pasando el tiempo. El pequeño, además de lo que aprendía, primero en inicial y luego en la escuela primaria, se mantenía entretenido en casa pasando la tarde con su abuelo. A las habituales lecciones destinadas a agilizar su prolijidad en lectura y comprensión, se sumó otro pasatiempo que probó ser fascinante desde un inicio: la cocina.

Acababa de cumplir los siete años cuando lo primero que aprendió a cocinar fue el arroz, más por insistencia suya que del viejo. La rutina iniciaba con ambos sentados a la mesa, con una tabla de picar enfrente de cada uno. El viejo colocaba frente a sí un gran recipiente de vidrio donde guardaba el arroz que compraba a granel en el mercado – en aquella época no salían las cómodas bolsas con arroz selecto que abundan hoy. A continuación amontonaba un par de puñados de arroz delante del pequeño e iniciaban el proceso de separar guijarros, piedritas y desperdicios, para que no te rompas los dientes comiendo basuritas- le había aseverado el viejo a un concentrado Santiago. Pasados los veinticinco minutos que les tomaba realizar la tarea, debido a que hacían este proceso todos los lunes pensando en la ración de toda la semana, procedían con lo que al pequeño le parecía lo más tedioso: lavar una y otra vez el arroz hasta que el agua que escurría pasase de un color blanquecino a uno más cristalino, para que tu arrocito te quede bien blanquito y elegantón– afirmó el abuelo. Después venía la parte más divertida, que consistía en calentar un chorrito de aceite en una ollita mediana con un par de asas a los costados y colocar, una vez lograda la temperatura deseada, un diente de ajo finamente picado, placer culposo del pequeño al que por un lado le desagradaba el olor de la especia impregnado en sus dedos mientras que por otro se le hacía agua la boca con el aroma que desprendía una vez dorada lo suficiente. Luego procedían a agregar el arroz lavado y escurrido, removiendo una y otra vez con un cucharón de madera, hasta que el arroz tomaba una apariencia luminosa, para que tu arroz te quede brillante y apetitoso– pregonó el hidalgo coronel en retiro. Una vez completo este procedimiento, terminaban añadiendo agua en el doble de cantidad que arroz, pero quitándole un poquito de agua para que no te quede una mazamorra masacoteada– sentenció el viejo zorro, satisfecho por la lección de ingeniería culinaria, por la cátedra del cereal impartida al mozuelo. Nada más no te olvides de añadir sal al gusto y un par de bolitas de pimienta entera, ¡su toque del sabor! y a hervir se ha dicho– añadió de yapa el decano de las ciencias arrozales. Y por último recuerda colocar esta pequeña plancha de metal bajo la olla para que no se te queme –jodió por última vez el tozudo jubilado. Cuando quedó listo su primer plato de arroz en calidad de coautor, Santiago quedó tan encantado por el sabor que su mente, al borde del éxtasis, voló años en el tiempo y la fantasía, convencido de que podría vivir para siempre como cocinero, que se haría multimillonario a punta de venderle arroz blanco al mundo entero, para entonces ya rendido irremediablemente a sus pies, capitulando frente a él, su cuchara de palo, su planchita de metal, el olor a ajo impregnado en su piel, y su abuelo dándole jodidos consejos.

Luego de un segundo beta test exitoso al frente de la olla, la cuchara de palo y el recipiente de vidrio, Santiago fue nombrado oficialmente maestro arrocero de la casa, siendo la preparación de dicho potaje su exclusiva responsabilidad en lo sucesivo. Felizmente para él, su abuelo poseía un talento innato para la cocina, buscando que los platos no se repitiesen a menudo y tratando de preparar los favoritos de su nieto los fines de semana en que él se encontraba libre de sus labores escolares, de tal manera que pudiese enseñarle recetas, métodos, trucos y demás artilugios.

No obstante la variedad en la preparación de los menús, hubo un desayuno que le terminó gustando tanto que se convirtió en una tradición de todos los domingos: dos huevos fritos con la yema cruda, a la inglesa, aunque con los bordes bien crujientes, acompañados de una generosa guarnición de cebolla y tomate fritos, cortados en cuadraditos y aderezados con sal, pimienta, culantro y orégano, así como dos panes untados con mantequilla y dorados en sartén. La primera vez que su abuelo cogió uno de esos panes tostados, humeantes aún y lo sumergió en la yema caliente para después ofrecerle un bocado, le supo a gloria y, aunque aún no lo sabía, llegó a experimentar su primer orgasmo culinario. Para complementar el platillo, preparaban un jugo de papaya con limón o en su lugar, de naranja. Tal fue la contundencia de esa primera vez, que abuelo y nieto hicieron un acuerdo tácito que consistía en tomar siempre el mismo desayuno, todos los domingos, mientras permanezcan juntos en esta aventura que se llama vida.

Otro de los platos que probaron ser uno de los favoritos del pequeño fue la papa rellena, que era servida con una generosa guarnición de arroz y una zarza criolla compuesta de cebolla cortada al estilo juliana, tomate y ají amarillo en tiras, aderezados con  perejil, vinagre, aceite, sal y pimienta. Por lo general era preparada casi todas las semanas por insistencia del niño que probó tener tan buen diente como su abuelo desde muy pequeño. Sin embargo, hubo un suceso que le quitó el encanto a dicho potaje, poniéndole la cruz para siempre en cuanto a prioridades. Cuando rondaba los diez años, durante un sábado cualquiera, el viejo tuvo que salir desde temprano a realizar trámites de índole cotidiana, prometiendo llegar cerca de la hora del almuerzo a freír un par de bistecs con huevo y plátano. Como había transcurrido más de diez días desde la última papa rellena, al pequeño se le ocurrió la idea de dedicarse él mismo durante la mañana a preparar el plato, para lo cual hizo un cálculo concienzudo de los tiempos de preparación, ingredientes y toda la logística necesaria para culminar la encomiable labor. Apenas cruzó la puerta el abuelo, corrió hacia la ventana principal del segundo piso de la casona para verlo alejarse lo suficiente como para poder salir sigilosamente él mismo con dirección al mercado y, usando parte del ahorro de sus mesadas, comprar la carne, papas, harina, huevos, aceitunas y demás ingredientes, imaginando que al cabo de unas horas estaría sentado con el sorprendido viejo comiendo las papas rellenas más gloriosas y apoteósicas jamás preparadas desde la época en que, según algunos historiadores, el plato fuese creado allá por el siglo XIX, en plena Guerra del Pacífico. A pesar de tener claramente memorizada la receta y haberla seguido minuciosamente especialmente en lo concerniente a la preparación del relleno, incluyendo la utilización de carne picada en lugar de molida –un error más que común en estos días-, no pudo prevenir el desastre que se avecinaba una vez que pasó a preparar la papa. Conforme la iba prensando y amasando, se fue percatando que la variedad de papa que había comprado no adquiría una textura dócil y manejable, sino todo lo contrario, quedándose pegada en sus manos. Al final, en lugar de formar un puré al que se pudiese dar forma ovalada, tuvo entre manos una masa parecida a una goma de mascar, imposible de rellenar ni de dar forma, ni qué decir de poder freír en cualquier sartén. Aun así intentó culminar la labor, solo para morder el polvo de la derrota cuando en lugar de dos papas rellenas, el resultado fue dos masas amorfas parecidas a una tortilla, o a lo que hubiese quedado de dos papas rellenas luego de haberlas reventado no con un cohetón sino con una rata blanca en su interior. Quedó tan frustrado por el resultado que decidió ocultar por completo al viejo el desastre, guardándolo en un recipiente para poder comérselo a solas sin que nadie lo sepa, sus creencias impidiéndole hacer las cosas de otro modo, ya que para él uno de los peores pecados que podía cometer era tirar la comida a la basura, habiendo tanta gente pasando hambre en el mundo. Mientras rebuscaba entre los platos y los utensilios de cocina no se percató que el viejo ya se hallaba de regreso.

  • ¿Pero qué es esto? –preguntó el viejo luego de sorprenderlo con una palmada en la espalda, tratando de disimular las ganas de reír por el espectáculo culinario-pirotécnico que tenía delante, al notar los ojos inyectados de su nieto, incapaces de ocultar su decepción y vergüenza.
  • Quise preparar el almuerzo, y me salió toda una porquería.
  • ¿Y qué pensabas hacer, botar la comida acaso?
  • Eso es pecado abuelo. Quería esconderlo para comérmelo después, sin que te des cuenta.
  • Olvídalo hijo. Veo que has querido preparar papas rellenas, ¿Verdad?
  • Sí, pero salió todo mal, y yo había visto como preparabas todo, y me había aprendido la receta y no entiendo que pasó con la papa, no pude hacerlo bien.
  • Es que no compraste la papa correcta. Estoy casi seguro que usaste papa rosada en lugar de papa amarilla. No te apenes, suele pasar. Ahora, ¡déjame probar!
  • ¡No! Te he dicho que no vamos a comer eso.
  • Santiago, por favor no me vengas con sandeces. Puede que la forma no sea la más atractiva pero definitivamente buen sabor si tiene –concluyó después de llevarse un bocado.

Aceptando su derrota, almorzaron ese día sus papas rellenas mutantes no sin antes prometerse no volver a intentar preparar ese plato, conformándose con su título de especialista en arroz.

Sus años en la escuela primaria, sobre todo los primeros, estuvieron marcados por la ausencia de su madre, el rechazo hacia el destino de su padre y ciertos incidentes que fueron marcando su carácter, demasiado dirían algunos, desde muy temprana edad. El suceso que fue pivotal en lo que terminaría marcando su derrotero social fue precisamente el ocurrido con el gordo Roberto Laines. Aquellas palabras  “…anda pídele a tu mamá…” calaron tan profundo en él que en adelante el ostracismo parecía ser uno de los rasgos que mejor definían su personalidad. Si bien nunca llegó a expresarlo, en su subconsciente quedó arraigada la idea de que todas las personas son capaces de herir, de lastimar, y que la bondad y generosidad eran cualidades realmente escasas en la especie humana. Entonces prefirió el mutismo y la autosuficiencia. Simplemente prefería mantenerse en silencio y no dirigirse a nadie, no esperaba nada de nadie, no le pedía nada a nadie y ciertamente tampoco esperaba que alguien le pidiese algo o espere algo de él. Se volvió literalmente un huraño, un apátrida, un molusco que prefería guarecerse en su propio caparazón. Sin embargo, pese a este mecanismo de autodefensa tatuado a hierro candente en su subconsciente, la amabilidad y generosidad presente en el ADN de su madre no se restringía en lo absoluto a verse confinado en lo recóndito de su espíritu. Cuando preguntado o consultado sobre cualquier asunto en particular, siempre atinaba a responder con educada cortesía y hasta cierto grado de amabilidad o empatía, dependiendo las maneras con que era aproximado. Felizmente para él, ocurría un único fenómeno en el cual desaparecía esa pesada mochila, un fenómeno social que une masas sin importar colores, olores, billeteras, ingas o mandingas: el fútbol. Una vez que la pelota corría en la cancha de fulbito a la hora del recreo, desaparecían los temores, se olvidaba de la pena por el destino de su padre y, el rencor hacia su madre, que parecía crecer sin detenerse como un vehículo al que se le vacían los frenos, menguaba hasta desaparecer. Se volvía un niño feliz, normal, sano, en cuya mirada y sonrisa aún se reflejan los rayos del sol, como se supone que debería ser, siempre. El deporte rey parecía despertar en él su espíritu de pertenencia, de trabajo en equipo, de competición. Una vez terminado el recreo, volvía a su estado retraído, de constante introspección, permaneciendo en silencio a no ser que su atención sea requerida por alguna intervención del maestro de turno. Curiosamente, la práctica de su ensimismamiento, aunada al carácter aplicado que heredó de sus padres, le permitió desarrollar la memoria y su inteligencia. Podía pasarse clases enteras con la mente absorta en el porqué de su destino, porqué su madre simplemente renegó de él, porqué la vida le quitó a su padre, renegando de dios y concluyendo que, si bien no existe prueba de que exista, lo más seguro es que no esté con él; y no fallar en cálculo matemático o comprensión de lo que el profesor de turno atinase a preguntarle, suspicaz por lo evidente de su distracción.

En lo académico siempre supo destacar, teniendo como aliada a la pasión por la lectura que su abuelo supo transmitirle desde muy pequeño, ventaja competitiva que cualquier padre que ame a sus hijos genuinamente, haría bien en inculcar. Pese a ello, no pudo evitar que en algunas ocasiones esta habilidad le trajese problemas, como cuando la Srta. Cano, profesora de ciencias naturales, dejó en una ocasión como tarea para la casa el enumerar a cinco aves de río. Cualquier estudiante común habría lanzado como respuesta a la garza, el flamenco, la perdiz, el ñandú o al zorzal. Sin embargo Santiago, que tenía dentro de la colección “Vida Íntima de los Animales” a sus libros favoritos, prefirió utilizarlos como fuente de consulta para colocar como respuesta al somormujo lavanco, el porrón moñudo, el zampullín común, el chorlitejo chico y al andarríos bastardo, todas ellas especies comunes en los ríos y lagos de España, país de donde es originaria su preciada colección de libros. La Srta. Cano, al leer esos nombres tan extraños e impronunciables y encontrándose en un momento ajetreado, optó por lo más fácil: tachar las respuestas, descalificarlas y a su vez disminuirle notablemente la nota en la asignatura. Al recibir los resultados de la tarea, Santiago se sintió tan fastidiado que al día siguiente, libro en mano, obligó a la profesora a corregir su calificación.

En cierta ocasión, cuando cursaba el quinto de primaria, el profesor de lenguaje, Horacio Sucasaca, organizó un concurso de ortografía con la finalidad de seleccionar al estudiante que representaría al colegio en una competencia a nivel metropolitano. Llegó el día del examen, Santiago desarrolló la totalidad de la prueba en los tiempos previstos, con total naturalidad y sin mayor contratiempo, seguro de sí mismo. Sin embargo, se dio con la sorpresa de que quedó en segundo lugar, con un meritorio dieciocho, pero por detrás del diecinueve que obtuvo Eduardo Mamani. Absorto y abatido quedó por lo que él consideraba una falla monumental, dado el concepto que de sí mismo tenía por aquél entonces. Pantagruélica fue su sorpresa cuando luego de revisar sus resultados, vio que había recibido calificación negativa en cuatro palabras: gazmoñería, geodesia, gingival y gragea, y mayor aún fue su estupefacción cuando al darse cuenta de que en realidad si estaban correctamente escritas, recibió como respuesta al reclamo la justificación más estúpida que había escuchado jamás: la G no se escribe así. Resulta que Santiago, habiendo heredado la caligrafía de su padre, escribía la G cruzando el trazo inferior como si fuese la figura de una avispa, mientras que el profesor Sucasaca y Eduardo Mamani la escribían haciendo una línea recta en el trazo inferior, como si fuera el gancho de una grúa. Enano de mierda, bramó con una ira volcánica en su interior, ¡yo me saqué el veinte, no el pendejo de Mamani! ¡Me robaste, retaco jijunagranputa, era yo quien debía ir a la competencia! Su prudencia, más que su educación, le previno de cometer un disparate materializando sus ideas, aunque poco tiempo después, encontró su revancha personal cuando luego de finalizada la competencia, Eduardo Mamani quedó en cuarto lugar, situación que fue aprovechada por Santiago para dirigirse a Sucasaca y con toda la sorna del mundo decirle mientras le palmoteaba en el hombro: ¡Que vamos a hacer pues profesor, esto picará peor que comején! El chato Sucasaca, que quedó sorprendido por la agresividad en la expresión de Santiago, tuvo que tragarse el golpe y, buscando disimular el temor que le provocaba esa mirada lupina, focalizó sus neuronas en torno a una sola idea: ¿Qué carajos es un comején? El revanchismo, el placer culposo de dar retribución a los que según él, le habían infligido afrenta alguna, formó a pasar parte de sus cualidades, siendo acaso una de las más peligrosas. Hasta el día de hoy, Santiago siempre se ha sentido inclinado, aunque no obligado por obra y gracia de su madurez emocional, a retribuir el doble de lo recibido, ya sea bueno o malo.

  • Buenas don Esteban, ¿me da una botella de aceite, por favor?
  • Como no, hijito –asintió el viejo tendero del barrio– ¡Giuliana, pásame una de las botellas de aceite que he dejado al costado del refrigerador!
  • Aquí tienes, papapa –musitó delicadamente una jovencita que salió del interior de la tienda, trayendo consigo lo solicitado. Tendría unos diez años para entonces.
  • No me la des a mí, hijita. Dáselo a Santiago que está allí esperando. Santiago, esta es Giuliana, mi nieta que ha llegado por vacaciones a aprender lo que es el trabajo duro con su abuelo.
  • Hola, aquí tiene su botella señor, yo soy Giuli. Le dio un besito en la mejilla, una sonrisa y después la botella.
  • Nada de señor, hijita, señores somos los mayores. Santiago a duras penas es un par de años mayor que tú, ¿verdad muchachón?
  • Si, don Esteban –balbuceó apenas Santiago.

Por primera vez en su vida sintió lo que significa un auténtico flechazo, un golpe al plexo que te deja sin respiración, un gancho seco al mentón que te envía a la lona, derrotado y sin poder de reacción. Esa noche tardó mucho en dormir, y por primera vez en muchísimo tiempo, cuando finalmente cerró sus ojos, los nubarrones de la soledad dieron paso a la luz de lo que para él era la sonrisa más linda del mundo.

No pocos se preguntarán: ¿Qué se puede saber del amor a los doce años? Quizá lo más importante, lo que se siente cuando es puro.

El viejo coronel apenas pudo disimular la satisfacción que le embargó cuando una tarde del verano que arrancaba entró a la vieja bodega de su amigo Esteban, intrigado por el repentino cambio en la conducta de su nieto, que en la última semana se valía de mil y un artilugios para ir a comprar provisiones, algunas más inverosímiles que otras: desde pan hasta violeta genciana, pasando por palillo, mandarinas y polvo de hornear.

Ambos se conocían desde muy pequeños. Habían mataperreado mil y un veces por las adoquinadas calles del antiguo barrio. Eran otras épocas, tiempos felices, los años verdes, sin tecnología, sin celulares ni redes sociales, sin selfies, sticks o belfies, o las demás banalidades que corrompen e involucionan un poco más o un poco menos a los muchachos de hoy. No existía el reggetón. No había peluchín, urracas o micheilles.

Tal era la familiaridad, la amistad y el respeto que existía entre ambos que, luego de haber sido despachado por la jovencita, solo atinaron a darse una mirada cómplice, pilla, jodedora que en apenas un par de segundos transmitió en una especie de frecuencia modulada interna todo lo que necesitaban saber: – ¿Con que esto era? – Así es, ¿Quién lo iba a pensar? – ¡Pues está aprobado! – Por mí no hay problema.

  • Mucho gusto conocerla, señorita Giuliana –espetó el viejo con la sonrisa más tierna que fue capaz de elaborar– ¡Esteban, ábreme una cuenta para que hagan los consumos que quieran!
  • El gusto es mío señor –respondió muy afablemente Giuliana.
  • No creo que el gusto sea solamente nuestro, Giulianita. ¿Verdad, Esteban?

Giuliana se ruborizó.

Obviamente, el viejo zorro tuvo el tino suficiente para no avergonzar a Santiago más de la cuenta. Apenas le dijo de manera escueta, como quien no quiere la cosa, como quien ejecuta un trámite de lo más cotidiano, de lo más aburrido: Desde ahora tenemos cuenta donde el viejo Esteban, puedes ir y consumir lo que quieras, siempre con mesura. Y el muchacho aprendió rápidamente que el tiempo es un recurso valioso, que vale más que el dinero. Valiéndose de la confianza con el tendero, su rutina consistía en aparecer a media mañana, comprar una Coca Cola y sentarse a tomarla, despacio, muy despacio, en las gradas que daban acceso al portón principal, aprovechando cada oportunidad que tenía para, de reojo, estudiar las facciones de Giuliana, memorizarlas, admirarlas y hasta soñar con la posibilidad de alcanzar a tocarlas. Pese a que en teoría su intención era observarla con el mayor sigilo, sin llamar la atención y sobre todo, sin que ella se diese cuenta, en la práctica fue precisamente todo lo contrario. Felizmente para él, ella pareció corresponder a su atención con las mismas miradas de reojo, con sonrisas disimuladamente coquetas cada vez que le entregaba la botella de gaseosa, como si se tratase de una guerra fría, no declarada, pero siempre alerta, siempre de guardia, de retén, y también en silencio. La rutina se repitió a lo largo de todo el verano y pese a que, sabiendo que el final de las vacaciones se acercaba, y que había ensayado su discurso ganador mil y una veces, no fue capaz de vencer a la timidez, al miedo escénico y al terror que le abrumaba cada vez que trataba de coger valor e iniciar la conversación que iniciaría el resto de sus vidas, soñador él. Sesenta noches imaginó y sesenta tardes fracasó…

Cuando se retiró abrumado por su falta de valor ese último viernes de vacaciones, sabiendo que no la volvería a ver en buen tiempo, o quizá nunca más, así de tragicómico-melodramático se sentía, descubrió el significado de la palabra esperanza en un papelito de papel rosado disimuladamente colocado debajo del lado izquierdo de su puerta, en el que se leía, escrito con una caligrafía femeninamente delicada lo siguiente:

Santiago, yo te quiero.

Si tú me quieres, por favor respóndeme

  SI _________                                   NO _________

Con una felicidad del tamaño del universo, escribió una X en el lado izquierdo, lo dobló con mucho cuidado  y lo colocó en el lado derecho de su puerta. Luego acudió al llamado del abuelo, quien le esperaba para almorzar lo que serían las albóndigas más deliciosas que haya probado jamás. Ni bien terminó el almuerzo bajó a ver el papelito, sopesando la idea de tomar valor e ir a entregarlo directamente, valiente, gallardo, como seguro fue su papá al conquistar a su madre. Grande fue su sorpresa cuando se percató que el papelito había sido retirado, y mayor su desilusión cuando esa misma tarde un comprensivo Don Esteban le señaló, apenado, que “Giulianita ya no está, acaba de emprender el viaje de regreso con su papi que la vino a recoger…”

Ese otoño, carente de esperanza, ida ya la nieta del tendero, los nubarrones de su mente comenzaron a retomar fuerza, volviendo con mayor ahínco una vez más. Siempre el mismo pensamiento borrascoso: ¿Por qué me dejaste mamá, por qué se tuvo que ir papá? El escepticismo y el pensamiento crítico se sentían a flor de piel cada vez que el viejo comprobaba que, pese a su discurso conciliador, el pequeño se tragaba cada vez menos la excusa de que “tu mami se encuentra lejos e incomunicada, Europa es muy grande y recóndita, pero cualquier día de estos nos dará una sorpresa”. Entonces la negación fue desapareciendo para dar lugar a la ira sin sosiego, a la rabia preñada de impotencia. Poco a poco, empezó a sentir rencor y desprecio por la figura materna. ¡¿Para que mierda me trajo al mundo, carajo, para abandonarme así? cavilaba con rabia una vez aprendió la costumbre de decir groserías gracias a los niños agrandados con los que compartía el fulbito de recreo. Y con la ira, llegó una especie de veneno que fue apoderándose de su espíritu, no envileciéndolo pero si ensombreciéndolo, haciéndolo más y más atractivo para una oscuridad más absoluta, más definitiva y acechante, como la araña que juega con el díptero prisionero de su red. Lo peor es que nadie lo pudo ver llegar, ciertamente no su abuelo, ni mucho menos él.

  • ¿Qué haces, abue? – preguntó intrigado mientras veía al viejo manipular tres trozos de papel de distintos colores: azul, rojo y blanco. Ya el sol había dado paso a la luna y las estrellas. El té caliente había acabado por completo con el pan que había sumergido en él.
  • Estoy practicando el origami –sentenció el viejo– pero ya es tarde, termina por favor tu té para que vayas a leer un poco si deseas pero primero a lavarse la boca.
  • ¿Pero me puedes mostrar lo que vas a hacer con el papel?
  • Ahora no. Vamos, ¡apúrese jovencito!

Lo frío y cortante en la indicación del viejo no pasó desapercibido para el muchacho, que sin embargo optó por una retirada pacífica en lugar del habitual berrinche que cualquier chiquillo de su edad habría montado. ¡El dolor y la pérdida te hacen quemar etapas!, le comentaría completamente despreocupado años después a una sorprendida Adriana, cuando recapituló este evento, interrogado por su total indiferencia hacia Tali.

Esa madrugada, apagadas ya las luces e iniciada la rutinaria batalla contra su conciencia, un ligero barullo llamó su atención. Primero sintió un pequeño sobresalto ya que por un momento sintió escuchar voces dentro de su cabeza, pero luego notó que dichas voces eran reales y que se perderían en la oscuridad de la noche, de no ser por un sutil hálito de luz que parecía colarse, curioso, por las rendijas de su puerta, la que acostumbraba a dejar abierta, temeroso en su inconsciente de sentirse encerrado junto a un antiguo terror de la noche.

La curiosidad y un pequeño acopio de valor fueron suficientes para que, descalzo, se aventurase a salir de su habitación y encaminarse hacia lo que parecía ser el origen de su distracción. No tuvo que esforzarse mucho: lentamente, en cuclillas, como gato de techo, se acercó a la puerta de la habitación del abuelo que, entreabierta, dejaba escapar una luz cálida, brillante, triste. Muy despacio se acercó al umbral. Lo que presenció a continuación le sobrecogió, dejándole marcado en adelante.

Frente a él se hallaba postrado el viejo, arrodillado frente a su mesa de noche. Sobre ella, dos fotografías enmarcadas, una al lado de la otra, brillaban frente a un antiguo candelabro. Una vela blanca se consumía lentamente frente a las imágenes. A un costado del cuadro de mayor tamaño, estaban colocadas tres figuras de origami en forma de delfín, en colores azul, rojo y blanco, que parecían darle escolta, acompañándolo. Reconoció el rostro de su padre en el cuadro más pequeño, mientras que en el otro cuadro se apreciaba el rostro sonriente de una hermosísima muchacha que no tendría más de 25 años en el momento en que su imagen quedó grabada, en blanco y negro, sobre papel. Por la forma del vestido y el estilo del peinado, cualquier feligrés podría llegar a la conclusión de que la foto no tendría menos de cuarenta años de antigüedad.

El viejo se mantenía cabizbajo, su expresión oculta en la penumbra, concentrado en lo que parecía ser, más que una oración, una conversación vestida de plegaria. No reparó en la presencia de su nieto, quien alcanzó a escucharle, pese al tenue timbre de su voz.

  • Yo sé que tienes fé en mí, amor, sé que siempre confiaste en mi entereza y que en mi llegaste a ver una de esas piedras de río que fácilmente resisten hasta el caudal más turbulento, pero a veces siento que me faltan las fuerzas.

Sabes que difícilmente pueda retomar la fé que con tanto esmero profesabas, pero después de tu partida y la de Luisito me ha sido muy difícil reconciliarme con la Iglesia, mucho más teniendo en cuenta mis propios pecados, inconfesables hacia ti, aunque estoy segura que ya sabes todo lo que hice y el por qué. Sé que probablemente no alcance el perdón nunca, pero ese era mi trabajo, estábamos en guerra, y las guerras las pelean los soldados como yo, incluso una como esta.

Santiago, estoy seguro que me habría comprendido, pero su partida, tan repentina e injusta me hace creer que tu dios se está cobrando una revancha personal y desmedida hacia mí, hacia mi familia, y temo ahora por Santiaguito.

El niño carga un peso que nadie a su edad debería, ¿sabes? Y me parte el alma saber que no seré suficiente para compensar la pérdida de Santiago, y encima ahora la falta de su madre. No pude hacer nada por Tali, mi amor. Se fue y prefirió dejar al bebe atrás, cuando bien sabía que ella era lo mejor que la vida le dejaba. Yo estoy envejeciendo, se que no duraré mucho tiempo, ojalá que unos veinte años más, pero su madre aún tenía todo el tiempo del mundo para recomponerse y salir adelante, pero prefirió abandonarlo todo. ¡Y el bebe me pregunta todo el tiempo por ella! ¡Carajo! No tengo corazón para decirle que su mamá lo abandonó y no va a volver. Y siento que poco a poco se está dando cuenta y es listo, no se va a tragar todo el tiempo las excusas que sigo inventando todo este tiempo.

¡No sabes cuanta falta me haces, tú y Santiago!

El sigilo de la noche fue suficiente para que el pequeño alcance a percibir los ahogados sollozos del viejo, y ver como cogía su pañuelo para secarse las lágrimas que caían a ambos lados de su rostro. El vacío que sintió en su pecho fue estremecedor, y de pronto él también lloraba, en silencio, bajo el velo del anonimato, haciendo causa común con su abuelo, con su dolor, olvidándose por completo del suyo. Quería correr a abrazarlo, a calmarlo, a decirle que estarían juntos para siempre, pero algo, quizá la voz de su padre hablándole directamente a su corazón, le hizo desistir. Quizá lo mejor era dejar al viejo desahogarse a su manera, y evitarle exponer su fragilidad, su melancolía, su espíritu marchito. Un dolor de ese tipo es algo para lo cual no hay receta, no hay consulta, medicina ni doctor. Cada uno debe aprender a lidiar con él y encontrar, dentro de sí mismo, la entereza para salir a la superficie, y disimular lo mejor posible sus heridas, su fragilidad, sus cicatrices, porque la vida puede ser una depredadora implacable, y vendrá por uno en el momento menos impensado, acaso cuando más indefenso no se pueda estar.

  • Perdóname por esta falta de lucidez, amor. No quiero fastidiar tu cumpleaños con estos achaques de viejo atarantado. Solo te pido dos cosas: que veas lo bonitos que están los delfines que hice para ti. Sé que de alguna manera esos papelitos viajarán hasta allí arriba y por arte de alguna magia de la cual no tengo constancia pero en la que creo al fin, tomarán forma real y te llevarán de paseo por mares calmos, felices y sin fin. Lo otro es que Santiago, Luis y tu hagan fuerzas para que me dure la salud y el cuerpo, tengo que mantenerme entero todo el tiempo que pueda por Santiaguito. Soy lo único que tiene y no puedo dejarlo solo, no al menos hasta haber hecho de él un hombre íntegro y derecho. Siento que ha sacado lo mejor de todos nosotros. ¡Si vieras con qué facilidad aprendió a leer! Y no sabes el arroz que prepara… me gustaría verlo terminar el colegio, ingresar a la universidad, conocer a una buena muchacha y formar una familia con ella, y tener muchísimos hijos, que no vuelva a estar tan solo como lo estuvimos su padre y yo. Al menos, si algo hice bien, fue manejar los asuntos del dinero, que sé que jamás le faltará. Ayúdame a hacerlo crecer sanito, mi amor. Ayúdame a durar lo suficiente. Ayúdame a mantener esta familia, no sea él el último de los Riera una vez yo me haya ido a alcanzarte. A veces quisiera que llegue pronto ese momento, dejar de respirar y ver de nuevo tu sonrisa, esperándome para irnos a recorrer juntos el infinito. Pero sé que tengo una misión en esta vida y el saber que de todas maneras me estarás esperando, y quizá a tu lado Santiago, me llenan de esperanza y de fuerzas para seguir adelante.

Santiago prefirió darse la vuelta, irse despacio hacia su habitación y enrollarse en su cama. Toda la madrugada, llorando en completo silencio, ahogados los sollozos, tragándose sus propias lágrimas, fue suficiente para alcanzar la primera de muchas epifanías. La tristeza que le embargó observar el dolor de su abuelo fue tan inconmensurable, que sofocó brutal, violentamente sus propios sentimientos. De pronto le pareció patética la autocompasión en la que parecía guarecerse a menudo en sus horas de introspección. Ciertamente sintió vergüenza de sí mismo cada vez que recordó los incontables momentos en que evocó a su madre, en vano. Ver sufrir a su abuelo por lo que para él era un injusto ensañamiento del destino le puso su propia situación en perspectiva. Su abuelo perdió a su esposa, y a sus hijos –su propio padre– en eventos que no pudo prevenir, ni mucho menos evitar, y aun así parecía encontrar la fortaleza suficiente para no andar inspirando lástima ni simpatías. Era un verdadero guerrero, un verdadero lobo. Y su madre… Tali decidió abandonarlo, escogió por sus propios medios la manera de sacarlo de su vida, de dejarlo atrás y buscarse un nuevo futuro, otro futuro, sin él. La rabia que le invadió al percatarse de este hecho, aunado a la vergüenza por saberse débil, indigno del temple de su abuelo, fue tal que experimentó un dolor real, poderoso, en todo el pecho, especialmente a la altura del corazón y del hígado. La fiebre con que amaneció fue tan alta que el viejo optó por no enviarlo a clases ese día.

Luego de haber pasado toda la mañana durmiendo, una vez despierto llegada la hora del almuerzo, parecía que veía todo con mayor claridad, como si horas antes una especie de velo invisible había enrarecido el ambiente y ahora, una vez desaparecido, la luz que le reemplazaba dotaba de mayor nitidez y vitalidad a todo cuanto le rodease. Fue en ese momento que una nueva epifanía llamó poderosamente su atención: ya no extrañaba a su madre, es más, ya no le interesaba su destino ni mucho menos que regrese. Ya no quería volverla a ver. Ahora solo era desprecio lo que sentía por ella. Se prometió nunca más volver a preguntar por ella al viejo ni mucho menos pronunciar su nombre. Tali fue en adelante una palabra proscrita para él, una palabra de la que se avergonzaba, que le inspiraba desprecio y hasta lástima, mujer débil y enferma.

La promesa se cumplió. El viejo, prefirió hacer oídos sordos y dejar que el proceso siga adelante, inalterable.

Años después, una semana después de haber cumplido la mayoría de edad, el Director Ejecutivo de la Fundación por los Niños del País, contemplaba en sus manos, absorto, el cheque con una donación anónima, tratando de visualizar en su mente el rostro del misterioso benefactor, seguramente la cabeza de alguna importante compañía, a juzgar por la considerable suma que acababa de recibir la organización que presidía.

Apenas un par de días antes, el coronel y el funcionario del banco contemplaban absortos al joven Santiago, firmar, con la mayor serenidad, los documentos que cancelaban la cuenta que casi dos décadas atrás su madre había constituido con el dinero de toda su herencia.

  • ¿Estás seguro hijo? No te parece que…
  • ¡Nada! – Le cortó secamente– No necesito nada de ella, no quiero nada de ella. Si decidió irse, pues debió irse con todo. Solo estoy regularizando esa situación.
  • Así sea hijo – refrendó el viejo. No pudo evitar esbozar una sonrisa.

Ninguno de los presentes pudo entender el motivo. Por más que había escogido renegar de ella, Santiago jamás dejó de exhibir lo mejor que su madre le había heredado: compasión, nobleza y generosidad.

  • Es todo, señor Riera. La Fundación deberá estar recibiendo el cheque a más tardar pasado mañana – finalizó Reynaldo, el ejecutivo de cuentas.
  • Entonces nada, ¡pies en polvorosa! – Le contestó mientras estrechaba su mano.
  • Una última cosa, señor Riera – y le apretó un poco más el saludo– ¡Gracias! Nunca había visto tal acto de generosidad.
  • Olvídelo, no deseo que nunca se sepa quien hizo esta operación.
  • Así será señor. No dude en contactarme para lo que necesite.
  • ¿Y ahora qué quieres hacer? – Interrumpió el viejo.
  • ¿Sabes que, abuelo? ¡Me ha provocado una papa rellena!
  • ¿Vamos?
  • ¡Vamos!
  • Buenas tardes señores.
  • Tú también puedes venir, Reynaldo.

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