Es un buen tipo mi viejo
Que anda solo y esperando
Tiene la tristeza larga
De tanto venir andando
Yo lo miro desde lejos,
Pero somos tan distintos
Es que creció con el siglo
Con tranvía y vino tinto
Viejo, mi querido viejo...
https://youtu.be/vSX8EdYU3h8
Tengo que parar o terminaré quebrándome por primera vez en 15 años, desde que murió mi mejor amigo en esa carretera de mierda donde el Diablo perdió el poncho y ni Dios conoce.

Pensaba titular este post “Sins of The Father” por la terrible canción de Black Sabbath del disco Dehumanizer de 1992, pero para darle sentido, había y tenía que contar la historia completa, buscando homenajear a mis antepasados y tratar de cerrar un círculo de desencuentros, rencores y resentimientos entre mi padre, yo, el padre de mi padre, y mi abuelito, de quien no llevo una gota de sangre pero del que, sin mediar escrúpulos en mi conciencia, hubiese tomado el apellido: Herrera Pérez. Creo que es momento de deshacerme de este Karma que me ha atormentado por más de cuatro décadas y volver a ser libre, y tratar de por fin ser feliz. Solo o acompañado, rico o pobre, pero ya no miserable.
La voz estruendosa y añorada de Ronnie James Dio retumba en mi cabeza mientras reflexiono acerca de todo lo que ha ocurrido hoy. Y como los actos cometidos por Nerón el Feroz tuvieron consecuencias en mi vida así como las tuvieron los del emperador Romano mientras hacía arder a su pueblo, vino tinto en mano.
Pero retomando la primera idea, creo que sería bueno empezar con contar un resumen de la historia de mi familia, con las pocas fuentes secundarias a las que he podido acceder.
Nerón el Feroz, o el Feroz Nerón, nació un 12 de marzo de 1929 en el poblado de Tiabaya en Arequipa. Hijo de Don David Valverde Arismendi, quien llegó a ocupar un importante cargo en el banco más importante por aquel entonces del país, lo que a su vez le prodigó los fondos necesarios para trasladar a toda la familia a un tremendo solar ubicado en la calle Desaguadero (irónico, ¿cierto?) del tradicional Barrio de San Lázaro, en Arequipa. A pocas casas de allí, la imponente familia de mi abuela Paula Francisca vivía con prodigalidad gracias a todas las propiedades y el patrimonio económico y cultural de mi bisabuelo Manuel.
Unos llegaron para quedarse, los otros estaban allí hace mucho tiempo. Unos, los Gonzáles pero sin la estupidez ni la huachafería de esa sarta de nematelmintos televisados; los otros, unos auténticos Maldinis de perfil griego y ojos color turquesa; cultura, comodidades y gollerías incluidas en el paquete.
Y entonces todo se fue a la mierda.
Doña Celia Montesinos, madre del Emperador, contrae cancer a inicios de los años 40. Gracias a la pujanza de David, es trasladada a Lima a fin de recibir el mejor tratamiento de la época, precaria y revuelta de por sí en pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial. David se las arreglaba como podía para cumplir con su rol en el banco, visitar cada fin de semana a Celia en la capital para darle apoyo en su tratamiento, y finalmente para proveer a sus tres hijos y su hermana mayor, la querida y recordada Lolita, que terminaría sacrificando su propia vida y felicidad a la luz de lo que ocurriría más tarde.
Y, como señalaba líneas arriba, todo se fue a la mierda en el momento en que el avión que trasladaba de retorno a David se viene abajo por falta de repuestos (WWII mediante) ni bien despegar del desaparecido aeropuerto de Lima Tambo. Demás está decir que no hubo sobrevivientes. Con David morían los ocupantes, los tripulantes, Celia acongojada por la pena a los pocos meses y también, figurativamente hablando, Alonso, Héctor, Jesús y Lolita, quien se convirtió en padre y madre para los dos huérfanos menores. Era el primer lustro de la década de 1940.
Por aquel entonces Pepe, vivía en Mollendo como voluntario de la Cruz Roja, luchando por un porvenir y por proveer para sus dos hermanas y la novia que después el destino le arrebataría para siempre. Pepe en sus veintes y Nerón en su dieces… uno luchaba y luchaba para llegar, mientras el otro ya estaba allí, aunque ahora debía afrontar una lucha encarnizada por mantenerse donde estaba.
No hubo tiempo para la congoja, la auto compasión ni la indulgencia. No hubo tiempo para renegar ni culpar al universo de las desgracias, propias o ajenas.
Mi tío Alonso, al que salude con todo el cariño del mundo el día que vino a mi matrimonio a ocupar el lugar de su hermano menor. Mi tío Alonso, el mayor de los tres. Consciente de lo que se avecinaba y también de su propia condición de hijo varón único, David se había encargado de (en)cargarle a su primogénito el peso de la familia desde el momento que se intuyó que las cosas no andaban nada bien con mamá, sabedor de que no saldrían tíos al recate, abuelos al rescate, que estaban solos a la merced del universo, o de la Providencia, cómo los creyentes prefieran llamar. Los Valverde hemos sido lobos esteparios toda nuestra historia y los más fuertes, sabemos por qué.
Mi tío Alonso y la abuelita Lolita. Rápidamente optaron por vender la propiedad de Tiabaya, a fin de poder terminar de cancelar el préstamo al banco y conservar la propiedad de San Lázaro. Si, David tuvo que trabajar para pagar. A nosotros nunca nadie nos regaló nada. Nadie. Nadies. No había “seguros de desgravamen”, no había “que Dios se lo pague joven”, así como no hubieron compensaciones por parte de la aerolínea… Tan solo un anuncio en el periódico de moda de la época dió a conocer la muerte de David en primera página. Eso fue todo… me pregunto incluso si habrá habido velorio, aunque algunas fuentes me dicen que su cuerpo permanece aún hoy en día en el Cementerio General junto al de Celia, que sucumbió a su enfermedad a los pocos meses, esperando seguro dejar de sufrir y yendo al encuentro de David en el cuarto plano dimensional.

Con la venta de la antigua casona pudieron conservar la nueva. Lolita tuvo que renunciar al magisterio para dedicarse a criar a los dos cachorros más pequeños, abandonando para siempre la posibilidad de enamorarse y criar una familia propia. Con lo poco de sus ahorros, tuvieron la fortuna de comprar un viejo Ford Model 48 sedan que Alonso inmediatamente aprendió a manejar con pericia, descubridor no de una vocación más bien una obligación. Nunca tuve la oportunidad de preguntarle qué quería ser: médico o doctor, abogado o monseñor, quizá hasta mercader… no, el destino se lo tragó y se conformó con chofer. Pero lo hizo con convicción y con tesón. No había cumplido los veinte años y ya era taxista Ra Ra, conductor, mil oficios, consciente del plan trazado con Lolita para el resto de sus vidas: entre los dos proveerían lo más importante para Héctor y Jesús: alimentos y educación. Mi tío Alonso nunca se amilanó al destino, aceptaba con orgullo la sorna de quienes se burlaban de él por ser el taxista con la mejor casa en el Centro Histórico. Tomaba con mucha gracia las burlas de sus colegas más nunca el insulto. Son legendarias las golpizas que dió a diestra y más a siniestra en las antiguos callejones de esa Arequipa antigua que ya no existe, golpizas bien dadas cada vez que alguien le menoscabase a él o sus hermanos por su condición de huérfanos. Recordemos que en la Arequipa antigua el no tener padres era un estigma que los niños cargaban injusta y tristemente. Alfa lomo plateado, guapo y canchero, bebedor de cerveza, ron y aguardientes, devorador de ajíes, rocotos y adobos, Alonso fue el primer lobo estepario de la familia. Manejando autos por todo el país, y con el apoyo de Lolita, logró lo impensado. Héctor y Jesús terminaron el colegio, Héctor y Jesús ingresaron a la Universidad Nacional de San Agustín, Héctor y Jesús se graduaron de médicos, ambos anestesiólogos. Primero Héctor, cariñosamente apodado ‘El Conejo’, por su dentadura y esos bigotes que fruncía con el arte que después popularizó el loco Francella cada vez que se sentaba a fumar sus cigarros de rigor en la vieja plaza de Campo Redondo. Jesús hizo lo propio a los pocos años, en concreto los dos que le separaban de su hermano del medio.
Cada hermano tenía sus propias virtudes y defectos, sus propios ángeles y demonios. Alonso, resiliente y también volátil; Héctor, el afable y relajado pero fumador y bohemio, y Jesús, inteligente y avispado, pero calculador y egoísta. Y fue precisamente esa combinación de ángeles y demonios lo que le llevó, pienso yo, a fijarse en Paula, una de las hijas de Manuel Maldonado, músico y compositor, agiotista y negociante, MBA prehistórico, hábil para los negocios, precursor de los yuppies que jodieron vidas enteras apostando en el mercado de valores. Estoy casi convencido de que vio en Paula una salida conveniente a la inseguridad en que vivía, tensa día a día a razón de los demonios de Alonso. Nunca dudó de su hermano y el apoyo incondicional y la protección que le prodigaba. Solamente temía que un mal día conociera la horma de sus zapatos, ya sea a golpes con alguien mejor que el, o que los caminos y los Apus decidan cobrar su peaje y llevárselo también en uno de los mil y un viajes que hizo para llevar el pan a casa.
Gracias a la Providencia, Alonso finalmente se estableció con mi tía Camila, la chica más linda de la calle, quien se enamoró de él a primera vista, pero más aún cuando descubrió la motivación detrás de ese rostro guapo pero duro, esa mirada aguda pero enrojecida por las malas costumbres. Felizmente Alonso reaccionó y conservó el cariño de Camila, se casaron y formaron una familia: Hernán, Luis, Álvaro, Blanca, Patricia y Maritza. Maritza nunca conoció a Patricia. Un buen día un hijo de puta en estado de ebriedad la destrozó con su vehículo en la puerta de la casa de la familia de Camila. Solo quedó lamerse las heridas en la guarida, tratar de apoyar a Camila en un dolor que no le abandonó hasta el último de sus días y seguir adelante a medida que estaciones y atardeceres se sucedían unos a otros.
Héctor hizo lo propio cuando le quedaba poco para culminar la carrera y tuvo dos lindas hijas con Nélida, la hija de otro vecino del lugar. El querido Conejo. Su historia tan breve como este párrafo.
En cuanto a Jesús, nunca tuve la oportunidad de saber en que circunstancias se enamoró de mi abuela Paula. De todas las personas que pudieran contarme la historia, solo una está viva, mi tío abuelo Jesús, si, irónicamente el hermano mayor de Paula, tocayo del hombre que la cautivaría y desposaría, y si, también del que le jodería la vida, bien jodida. Jesús Maldonado era (es) un tipo encantador, tan guapo como Alonso, pero también tan refinado como violento aquél. Músico como su padre, dueño de una buena voz y mejores facciones, su estilo relajado y su verbo florido, coquetón, sus ojos verdes y su sonrisa Colgate fueron el combustible de su propio demonio interior: el enamorador.
Me gustaría pensar que mi abuela Paula extrapoló la admiración por su apuesto hermano mayor en su menos agraciado pretendiente, y construir una historia a partir de allí. Ahora estoy convencido que después del funeral lo primero que debo hacer es ir a visitar a mi tío Abuelo después de 20 años (ingrato-de-mierda), y contarle las nuevas del Feroz, a ver si recuerda exactamente las circunstancias que llevaron a que yo me encuentre escribiendo esta historia a altas horas de la madrugada, con el recuerdo aún de haber acomodado el cuerpo del papá de mi viejo en una postura no tan traumática de ver y haber tenido el honor de ser quien afeitó su barba para que los trabajadores funerarios que en estos momentos están embalsamando su cuerpo pudieran ver y luego recoger sus restos con un mínimo de decoro y dignidad.
Las exequias se extenderán lo más posible, dando tiempo a que lleguen todos los sobrinos y familiares desde Lima y Arequipa, para despedirlo como pienso que debe ser. Con agradecimiento y unidad familiar. Será una bonita reunión pero en las peores circunstancias, pero será una reunión necesaria, para despedir al último de los nuestros, al último de los primeros lobos esteparios. Y una oportunidad de reconciliación y perdón, la última oportunidad para que mi viejo se deshaga de ese fantasma que le atormentó y llenó de un rencor profundo y visceral, setenta años a cuestas, y que a su vez me transmitió a mi, aunque en otras circunstancias. Nerón hizo su trabajo, no solo mi padre heredó ese Karma, sino que su hermano David hizo lo propio, algunos dirían a imagen y semejanza, pero de la peor manera, añadiría yo.
Nunca es tarde para empezar, ni siquiera a los 41 años, ni siquiera a los 70. Espero que con su partida podamos hacer las paces y todo este resentimiento nos deje de una vez en paz.
Es una historia muy larga. Más aún si la escribes en un celular. Esta historia continuará…